Las heladas corrientes de aire canadiense silbaban entre los edificios de Vancouver, una melodía constante para el alma inquieta de Hitomi Valmorth. Llevaba meses huyendo, no por una ruta planificada, sino dejándose llevar por el instinto, por la necesidad imperiosa de alejarse de la mansión, de su madre, de la sofocante sombra de su familia.
Se había cortado el cabello, adoptado nombres falsos y aprendido a moverse como un fantasma en las grandes ciudades, mezclándose con la marea de la gente, viviendo de pequeños trabajos y de los pocos ahorros que había logrado sustraer antes de su huida desesperada.
Pero no estaba sola. Acompañándola, siempre presente, era una sensación, una conexión etérea con la Lanza de la Aurora. El arma ancestral de su linaje, dormida durante siglos en la bóveda Valmorth, había despertado con ella.
No era algo que pudiera empuñar abiertamente en la calle; era más bien un susurro en su mente, una extensión de su propia voluntad que se manifestaba de formas sutiles. A veces, en momentos de peligro o de profunda necesidad, un brillo plateado aparecía en su mano, una punta espectral que la guiaba o le abría un camino.
Aprendía a usarla a tientas, en la soledad de parques abandonados por la noche o en el interior de apartamentos alquilados por días, intentando comprender su verdadero potencial. No sabía cómo había llegado a ella, ni por qué, solo que se sentía inherentemente suya.
Su vida en Canadá no era un refugio, sino un exilio. La libertad que había ganado venía con el peso de la incertidumbre y una constante paranoia. Cada sombra, cada rostro desconocido, cada titular sobre personas con habilidades o crímenes inexplicables la ponía en alerta. Sabía que su madre no la dejaría ir fácilmente; Laila Valmorth era una fuerza de la naturaleza, implacable en sus deseos. La idea de ser encontrada la consumía.
Una noche, mientras trabajaba en un turno tardío en una pequeña cafetería a las afueras de la ciudad, el televisor en la esquina zumbaba con las noticias. Un reportaje sobre la creciente tensión geopolítica y las figuras "meta-humanas" captó su atención. El nombre de Kisaragi Ryuusei volvió a aparecer. Su compañera de trabajo, una mujer parlanchina de mediana edad llamada Brenda, notó su mirada en la pantalla.
—¡Ay, ese Ryuusei! —exclamó Brenda, secando una taza con un movimiento distraído—. Está en todas partes últimamente. Primero Rusia, ahora se rumorea que protege Canadá... ¡Imagínate! Un solo hombre haciendo todo eso. ¿Crees que sea cierto que los gobiernos lo apoyan?
Hitomi, que había estado sirviendo café, detuvo su mano por un instante, su corazón acelerándose ligeramente. Era la oportunidad de escuchar sin parecer demasiado interesada.
—No sé mucho de eso —murmuró, su voz suave, con el ligero acento que había cultivado para sonar más neutral—. ¿Es tan... popular como dicen?
Brenda se rió, un sonido un poco cínico. —¡Popular! La gente está loca por él. Especialmente los jóvenes con habilidades, dicen que lo ven como un líder, ¿sabes? Como un faro. Todos quieren ir a Canadá, a "su territorio". Dicen que está construyendo algo grande aquí. Una especie de... ¿refugio? O un ejército, quién sabe. Con estos "héroes" nunca se sabe dónde termina la ayuda y dónde empieza el control.
Hitomi asintió lentamente, las palabras de Brenda resonando con lo que ya había escuchado a través de internet. La idea de acercarse a él era a la vez aterradora y extrañamente atractiva. Si había alguien en este mundo que podría entender lo que era poseer un poder tan vasto, tan descontrolado, alguien que viviera fuera de las cadenas impuestas por familias como la suya, quizás era él. La Lanza de la Aurora vibró suavemente en su mano, un presentimiento helado la invadió.
Las semanas se convirtieron en meses. Hitomi, en lugar de solo huir, empezó a investigar a Ryuusei más activamente. No directamente, sino a través de fuentes públicas, artículos en línea, viejos reportajes. Quería saberlo todo: dónde operaba, cómo era, si sus "fanáticos" realmente existían.
Había oído rumores de que Ryuusei tenía una especie de base o un refugio en alguna parte de Canadá, lo que explicaba por qué tantos con habilidades parecían migrar hacia allá. La idea de acercarse a él era a la vez aterradora y extrañamente atractiva. ¿Sería un aliado? ¿Un protector? ¿O simplemente otra figura de poder que la vería como una amenaza o un peón?
Una tarde, mientras revisaba las noticias en una biblioteca pública, vio una imagen borrosa de Ryuusei en un reportaje sobre ayuda humanitaria en una zona remota de la Columbia Británica.
Había algo en su postura, en la forma en que se movía, que le recordaba a la fuerza silenciosa de su propia familia, pero sin la oscuridad que los envolvía. Un rayo de esperanza, tenue pero persistente, comenzó a formarse en su interior. Quizás, solo quizás, Ryuusei era diferente.
Mientras su familia se preparaba para desatar una tormenta en Halloween, la Lanza de la Aurora vibró suavemente en su mano, casi imperceptiblemente. Un presentimiento helado la invadió. Sabía, con una certeza que no podía explicar, que el tiempo de esconderse llegaba a su fin. La búsqueda de Ryuusei no era solo una curiosidad, sino una necesidad que se volvía cada vez más urgente.