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Chapter 186 - Capítulo 30: Primer Golpe

El rugido de los Globemasters era un trueno que desgarraba el cielo nocturno sobre Rusia. Dentro de las entrañas metálicas de los transportes, el aire vibraba con la tensión y el incesante traqueteo de la maquinaria. No había paracaídas. No había un descenso suave. Había cápsulas. Cápsulas de inserción rápida, diseñadas para perforar defensas y entregar personal directamente a la zona de combate.

—¡Tres minutos!—El grito llegó amortiguado por el ruido y la vibración.

Volkhov asintió, sus ojos enfocados, revisando el mecanismo de lanzamiento de su cápsula. Aiko, a su lado, empuñaba la empuñadura de su Espada Oscura del Heraldo, su postura tensa pero serena. El equipo de Operación Kisaragi se había desplegado en múltiples frentes, cada uno en el lugar donde sus habilidades serían un escalpelo en el cuerpo de la ocupación japonesa. La inserción aérea, la punta de la lanza, era para ellos.

El fuego antiaéreo japonés abrió agujeros en la noche. Trazadoras rojas y verdes se cruzaban bajo ellos, explosiones de flak sacudían los transportes. No era fuego ligero. Era la recepción que daban a cualquier intruso aéreo. Y las alarmas sonaban ya en el suelo. La sorpresa total se desvanecía con cada impacto.

—¡Un minuto!

El corazón latía con fuerza. El zumbido de adrenalina era un sonido en los oídos. La sangre bombeaba, lista. Sabían el plan: caer detrás de las líneas enemigas, crear caos, asegurar una zona de despliegue para la segunda oleada. El plan sonaba bien en el puesto de mando. Aquí, a miles de metros, con el mundo hostil acercándose a velocidad terminal, sonaba como una sentencia.

—¡Lanzamiento inminente! ¡Prepárense para el impacto!

El sonido se volvió ensordecedor. Las cápsulas se desprendieron, cayendo como misiles personalizados hacia la tierra oscura. La velocidad era brutal. El aire aullaba fuera del casco. Vieron el suelo acercarse, las luces de la ciudad japonesa ocupada parpadeando abajo, las líneas de defensa como cicatrices luminosas. El pánico no era una opción. Solo la preparación.

El impacto fue violento. No había un aterrizaje suave. Era una colisión controlada. Metal retorciéndose, sistemas de absorción de impacto gritando. La cabina se llenó de polvo y el olor acre del metal recalentado. Pero estaban en el suelo. Vivos. Detrás de las líneas enemigas.

Las escotillas de las cápsulas se abrieron con un silbido. El aire exterior, frío y oliendo a tierra húmeda y a la distante pólvora, entró a raudales. Salieron, armas listas. A su alrededor, otras cápsulas se abrían, desplegando a las unidades de asalto canadienses que venían con ellos (soldados de élite, bajo influencia mental, pero aún profesionales letales).

El caos estalló de inmediato. Patrullas japonesas cercanas, alertadas por el ruido de la inserción, reaccionaron. Fuego de fusil automático rompió la noche, trazadoras cruzándose al nivel del suelo. Granadas detonaron, enviando tierra y metralla. Gritos en japonés.

—¡Contacto! ¡Contacto!

Aiko fue la primera en moverse con velocidad sobrehumana. Su Espada Oscura del Heraldo brilló con una luz tenue y antinatural. No disparó. Cargó. La pelea cuerpo a cuerpo era su dominio. Se lanzó contra la patrulla más cercana, un torbellino de metal y velocidad. La espada cortó la carne, el hueso y el kevlar con la misma facilidad. Sonidos húmedos de corte, gritos ahogados, el clink metálico de la espada contra armas que se rompían. Los soldados japoneses cayeron en jirones sangrientos, incapaces de reaccionar a su velocidad letal. Aiko se movía entre ellos como un espectro de muerte, eficiente, brutal.

Mientras Aiko rompía las líneas frontales de la patrulla, Volkhov se posicionaba. No usaba armas automáticas en este momento. Sacó su rifle de francotirador modificado. Su visión se enfocó, filtrando el humo y el caos. Vio siluetas en tejados cercanos, la amenaza de francotiradores enemigos.

—Blancos elevados —murmuró Volkhov para sí mismo.

Sus disparos fueron precisos. Un sonido seco y nítido del rifle rompiendo el aire, seguido casi instantáneamente por el impacto. No fallaba. Un francotirador en un campanario, su cráneo explotando en una neblina roja y gris. Otro en un balcón, cayendo con un agujero limpio en el centro del pecho. Uno más, intentando apuntar a Aiko, recibió un disparo entre los ojos antes de poder apretar el gatillo. Tiros limpios, muerte instantánea, eliminando las amenazas clave antes de que pudieran causar bajas. Su puntería era perfecta, su capacidad para leer el campo de batalla bajo presión, excepcional. La regeneración rápida le daba la confianza para asomarse más de lo que un francotirador normal se atrevería.

Las unidades canadienses se desplegaban, asegurando el perímetro del cráter de inserción, el sonido de la batalla llenando el aire. La inserción aérea había tenido éxito. La cabeza de puente inicial estaba siendo forjada en sangre y caos.

Lejos de la zona de inserción aérea, el avance terrestre se enfrentaba a sus propios desafíos. El plan los llevaba por una ruta inesperada, a través de un terreno accidentado que las defensas japonesas habían considerado infranqueable para vehículos pesados. Pero no contaban con Brad.

—Este es el punto, Brad —la voz del Comandante de la unidad canadiense (bajo influencia) resonó en el comunicador—. La barrera de roca. Necesitamos pasar los tanques.

—Entendido, General —la voz de Brad era tranquila. Estaba al frente de la columna blindada, una figura solitaria ante una pared de roca natural. Sus manos se hundieron en la tierra húmeda y fría.

Brad activó su poder. Sintió la vibración de la tierra, la estructura interna de la roca y el suelo bajo sus dedos. No solo la movió; la controló. La roca se agrietó y se separó con un crujido sordo. La tierra se abrió, creando una rampa, un camino donde antes solo había una pared natural. El paisaje se deformó bajo su voluntad, toneladas de roca y tierra se desplazaron como si fueran arena. Era un trabajo sucio y ruidoso, pero creó un acceso en minutos donde la ingeniería convencional habría tardado horas o días.

Mientras Brad abría el camino, Chad estaba un poco más atrás, con la unidad de infantería. El camino recién abierto era un cuello de botella, y las alarmas japonesas ya resonaban a la distancia. Sabían que se dirigían hacia ellos, aunque quizás no por esta ruta.

—Detectamos una fortificación ligera adelante —llegó el informe—. Un muro de contención reforzado. Nos ralentizará.

Chad sonrió, una expresión que mezclaba anticipación y la oscura diversión que venía con su poder. La capacidad de la explosión. No solo lanzar explosiones, sino convertir cosas en explosiones. Tocó la palma de su mano con los dedos de la otra. Sintió la energía chisporrotear bajo su piel.

—Déjenmelo a mí—dijo Chad.

Se lanzó hacia adelante, esquivando el fuego de sondeo japonés. Llegó al muro defensivo, una estructura de concreto reforzado. Puso ambas manos sobre la superficie fría y dura. Cerró los ojos por un instante, enfocando la energía.

—¡Ahora!—

Activó su poder. No fue un estallido externo. Fue una detonación interna. El concreto vibró, se agrietó con un sonido de rotura de vidrio a gran escala. Desde el punto de contacto de sus manos, la energía explosiva se extendió como venas ardientes dentro del muro. Con un CRACK! monumental, el muro defensivo explotó hacia afuera y hacia adentro, pulverizándose en fragmentos de concreto y acero retorcido. No era solo una explosión; era una implosión controlada de la estructura misma. Dejó un boquete humeante y viable para el avance.

La unidad mecanizada japonesa reaccionó. Tanques y vehículos blindados, creyendo que esta ruta era segura, se habían posicionado para un ataque frontal. Ahora, con el camino abierto y la defensa rota, se encontraron flanqueados. Dispararon. Cohetes antitanque silbaron hacia la columna de Brad y Chad.

—¡Cohetes entrantes!

Brad, con el barro y el polvo aún cubriendo sus manos por haber manipulado la tierra, no huyó. Sintió la vibración de los cohetes acercándose. No los controló directamente. Pero sintió el metal en los vehículos blindados canadienses dañados y abandonados cercanos, restos de escaramuzas anteriores. Con un gesto rápido de sus manos, trozos de metal retorcido y placas de blindaje rotas se levantaron del suelo, moviéndose como marionetas pesadas, colocándose a sí mismos como barreras improvisadas frente a los cohetes entrantes. Metales retorciéndose, chispas saltando, explosiones amortiguadas mientras los proyectiles impactaban en las barreras en lugar de en los tanques canadienses que avanzaban. No controlaba el metal perfectamente como un maestro herrero, pero podía hacerlo moverse, proteger, formar escudos crudos pero efectivos.

La batalla terrestre se convertía en un violento baile de metal, explosiones y tierra. Brad y Chad, con su regeneración rápida permitiéndoles ignorar el fuego de fusil y la metralla de bajo calibre, lideraban la carga, rompiendo la defensa japonesa pieza por pieza.

Lejos del ruido y la furia del asalto principal, un equipo más pequeño se movía con un propósito diferente: la infiltración. Su objetivo: un puesto de mando de comunicaciones japonés, clave para la coordinación enemiga. Kaira, Amber Lee, Ezequiel y Bradley. La precisión quirúrgica.

Bradley, el velocista, fue el primero en moverse. No se movió a la velocidad del sonido, eso habría delatado su posición. Se movió rápido, increíblemente rápido, un borrón, asegurando el perímetro inmediato, neutralizando a centinelas solitarios con golpes silenciosos de combate cuerpo a cuerpo experto antes de que pudieran dar la alarma. Su regeneración rápida significaba que incluso si un cuchillo lo alcanzaba en la oscuridad, la herida se cerraría antes de que el enemigo se diera cuenta. Regresó tan rápido como se fue, un susurro en el aire, un asentimiento a Kaira. Área limpia temporalmente.

Se deslizaron hacia el interior del puesto de mando, un edificio bajo y fortificado. Tenían un mapa, conocimiento de la disposición interna (gracias a Kaira). El plan era simple: neutralizar al personal sin activar una alarma a gran escala, asegurar la información y cortar las comunicaciones.

Amber Lee fue la siguiente en actuar. Su arma principal no era la ballesta para esta fase; era su veneno. Se movió por los pasillos en silencio, acercándose a las salas llenas de personal japonés. Con una precisión horrible y eficiente, salpicó pequeñas cantidades de su saliva (cargada con su potencia tóxica) en sistemas de ventilación, en tazas de café olvidadas, en superficies tocadas con frecuencia. El veneno no era rápido ni espectacular en grandes dosis en este momento; era insidioso. Un veneno que causaría náuseas, mareos severos y eventual colapso silencioso, incapacitando al personal clave sin la violencia ruidosa de una bala o una explosión.

Ezequiel se movía como una sombra. Su mente no estaba solo en el presente; estaba… deslizándose. Tenían que pasar por un corredor custodiado por un tirador de élite detrás de una posición fortificada, con una línea de visión clara. Un problema para la infiltración.

—Un tirador arriba—murmuró Kaira telepáticamente a su equipo—. Línea de visión en 3 segundos.

Ezequiel reaccionó. No se lanzó a cubierto. Empuñó su hacha. Sintió la corriente… el tiempo. No podía detenerlo por completo (eso requería más esfuerzo, más riesgo, quizás una activación de sus poderes de Caos/Paz si los tuviera), pero podía… deformarlo momentáneamente. Estirar el instante. Activó su poder. El aire pareció condensarse a su alrededor. El tiempo no se detuvo, pero se ralentizó para él, o para un área minúscula a su alrededor. El tirador japonés apretó el gatillo. La bala salió del cañón… y para Ezequiel, pareció suspendida en el aire por un microsegundo. El sonido del disparo se arrastró.

En ese instante estirado, se movió con la velocidad de Bradley (o algo cercano, potenciado por la distorsión temporal), cerró la distancia al tirador, su hacha brilló. El tirador no tuvo tiempo de reaccionar. El golpe fue preciso y letal en combate cuerpo a cuerpo. El tiempo pareció reajustarse con un ziip sutil, y la bala que segundos antes estaba detenida, ahora silbaba inofensivamente a través del espacio vacío que Ezequiel acababa de ocupar. El cuerpo del tirador cayó en silencio. Una micro-manipulación temporal para una eliminación quirúrgica. Su regeneración rápida cubría cualquier rasguño en el proceso.

Kaira, el cerebro y la red del equipo, se acercó a la sala de control. La mayor parte del personal ya estaba empezando a sentir los efectos del veneno de Amber Lee, tambaleándose, con las caras verdosas. Pero un oficial de alto rango mantenía la compostura, intentando enviar un mensaje.

Kaira lo tocó, no hubo gritos, no hubo lucha física externa. Solo una invasión telepática silenciosa y total. La mente del oficial japonés se abrió ante ella, sus pensamientos como un libro. Kaira no solo extrajo la información; tomó el control, reconfiguró sus pensamientos, sus órdenes. Lo convirtió en una marioneta. Y a través de su mente, Kaira sintió… una alerta, una expectativa. Sintió que los japoneses no estaban sorprendidos.

Y luego, la información crucial. Una trampa. Tenían conocimiento previo. Habían permitido la inserción y el avance hasta cierto punto. Esperaban.

Lejos de la acción directa, en el Puesto de Mando Avanzado, Ryuusei observaba. Pantallas parpadeaban con datos del campo de batalla: movimientos de unidades canadienses, informes (muchos filtrados o generados por Kaira), señales de vida (o su ausencia). Tenía una visión general. Pero algo no encajaba.

La resistencia japonesa era fuerte, sí, pero… predecible. Demasiado organizada para un ataque por sorpresa. Las reacciones eran rápidas, sí pero en patrones que sugerían preparación, no pánico. Las bajas canadienses (afortunadamente bajas, en parte gracias a la influencia de Kaira para posicionarlos mejor y la presencia de los miembros de Operación Kisaragi) eran menores de lo esperado para este nivel de resistencia.

Ryuusei, con su propia intuición aguda, sentía la disonancia. Algo estaba mal. Los datos contaban una historia, pero la sensación subyacente era de un ajedrez donde el oponente ya conocía los siguientes movimientos.

Y entonces, el plan se rompió en otro punto clave. Sylvan, el coloso de plantas, había sido asignado a una ruta de flanqueo a través de una zona boscosa, utilizando su poder para crear cobertura y inmovilizar defensas enemigas desde los árboles. Era una ruta que se consideraba segura.

Pero no lo era.

Un sonido de metal y energía resonó a través de los comunicadores de largo alcance. Gritos de sorpresa y dolor desde la unidad canadiense que lo acompañaba. La perspectiva de Sylvan en las pantallas se volvió caótica.

Una emboscada. No por tropas terrestres comunes. Por fuerzas que esperaban. Que sabían exactamente dónde estaría Sylvan. Una fuerza con armamento o habilidades capaces de dañar incluso al Coloso Viviente. Sylvan, el ser ligado a la naturaleza, fue atacado por algo… antinatural.

La imagen en la pantalla de Ryuusei mostró un vistazo fugaz: vegetación destrozada por energía pura, la forma masiva de Sylvan retrocediendo bajo el impacto.

El plan de ataque por sorpresa… no había sido una sorpresa en absoluto.

La comprensión golpeó a Ryuusei con la fuerza de un impacto físico. Kaira, desde el puesto de mando, la sintió resonar a través de la red de mentes que controlaba. La infiltración, la inserción, el avance… todo había sido…

La voz de Kaira, normalmente tranquila, se filtró por el comunicador general, una frialdad absoluta en su tono que congeló la sangre. Había accedido a la mente del oficial japonés. Había sentido la verdad.

—Ryuusei —su voz era despojada de toda emoción. La brutalidad del plan japonés se reveló con su simple confirmación—. No era una retirada… no era que no estuvieran preparados…—

La verdad, sentida a través de la mente cautiva del enemigo, fue dicha en voz alta, resonando en el puesto de mando mientras la noticia de la emboscada de Sylvan llegaba y el caos comenzaba a extenderse por las líneas.

—No era una retirada… era una invitación.

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