Cherreads

Chapter 14 - Capítulo 14

LUCIA.

 

No sé cuánto tiempo dormí, pero el sol comenzaba a salir. Los primeros rayos se colaban por la ventana, tibios, casi tímidos, pintando la habitación con un tono dorado que contrastaba con el gris estéril de las paredes.

 

Algunas partes de mi cuerpo seguían adoloridas. El agotamiento seguía ahí, como una sábana húmeda y pesada que no podía quitarme de encima.

 

Miré a mi alrededor.

 

Una habitación médica. No había duda. Olor a desinfectante, máquinas de monitoreo, una camilla a mi lado… Estoy en un hospital. Claro que sí.

 

Me moví un poco, lo suficiente para notar la incomodidad en mi brazo.

 

Una intravenosa estaba conectada, sujetada con cinta médica. Mi espalda dolía, mi cuello también. Dios, todo dolía. Hasta pestañear se sentía como un esfuerzo innecesario.

 

Me incorporé con lentitud, maldiciendo entre dientes por lo torpe que me sentía. Al moverme, sentí la aguja en el brazo tensarse, así que traté de no forzarla. Bajé los pies de la cama, descalzos, y el frío del suelo me devolvió un poco a la realidad.

 

Entonces la vi: la tabla con mis datos, colgada a un lado de la cama.

 

Me acerqué tambaleante y la tomé con cuidado.

 

Como enfermera, sé leer estas cosas. Y aunque parte de mí no quería ver, otra parte lo necesitaba. Necesitaba saber cómo estoy. Qué tan mal quedé. Qué tan útil voy a seguir siendo después de esto.

 

Suspiré, intentando juntar fuerzas.

 

—Vamos, Lucía… si llegaste hasta aquí, puedes con esto.

 

Al menos si pusieron bien mis datos. Veintiséis años. Rubia. Mujer, obviamente. Tipo de sangre: O positivo. Sin alergias. Sin condiciones previas. Lo básico.

 

Pasé mi dedo por la línea que decía "observación post-transfusión". Y ahí estaba… el detalle que me hizo fruncir el ceño.

 

"Transfusión directa por catorce horas."

 

Mierda…

 

Catorce horas.

 

¿Cómo no me morí a la sexta? ¿Cómo demonios mi cuerpo aguantó eso? ¿Cómo no colapsé antes? ¿Qué me mantuvo despierta, consciente, funcionando como si no me estuviera desangrando a voluntad?

 

Oh, claro… él.

 

Leonardo.

 

Ese idiota terco, cubierto de heridas, que sigue respirando aunque el mundo intente matarlo una y otra vez. El mismo que me gritó que corriera. Que me empujó al suelo para cubrirme. Que disparó con una pierna rota y una bala recién metida en el brazo.

 

Sus cicatrices… su cuerpo marcado como si la guerra hubiera vivido dentro de él por años.

 

Volví a mirar mis datos. Mi presión era baja, claro. La nota decía que me mantuvieron con líquidos intravenosos todo ese tiempo. Que me monitorearon cada media hora. Que estuve en estado de riesgo por un rato… pero aquí sigo.

 

Aquí seguimos.

 

Mis manos temblaban un poco, pero apreté los puños.

 

Me levanté con dificultad, tambaleándome al ponerme de pie. Mi cuerpo protestó, los músculos tensos, las articulaciones rígidas. Me apoyé en la pared, respirando hondo para estabilizarme, y caminé despacio hacia la puerta.

 

Estaba a punto de abrirla cuando esta se abrió sola, y una enfermera entró. Sus ojos se abrieron como platos al verme ahí, de pie, temblando como si fuera a derrumbarme en cualquier segundo.

 

—¡Señorita Lucía! —exclamó, dejando caer la carpeta que llevaba en la mano.

—¡No debería estar levantada! ¡Necesita descansar!

 

—No puedo quedarme acostada, —respondí con la voz rasposa, como si llevara días sin hablar.

—Necesito saber cómo está él... Leonardo.

 

La enfermera dudó por un segundo. Vi en su cara ese gesto que he visto muchas veces… cuando las noticias no son buenas, o cuando simplemente no saben cómo decirlas sin que el mundo del paciente se derrumbe.

 

—Está en cuidados intensivos, —dijo al fin, bajando la mirada. —Sobrevivió a la cirugía, pero... no ha despertado aún. Tiene varias fracturas, heridas internas, pérdida masiva de sangre… Está entubado.

 

Me quedé en silencio. Sentí algo en el pecho, algo entre rabia, miedo y una punzada de alivio. Al menos… al menos seguía vivo.

 

—Quiero verlo,— dije firme, aunque mi cuerpo apenas podía mantenerse en pie.

 

—Lucía, por favor, al menos siéntese… Le traeré una silla de ruedas y la llevaré. No puede ir caminando así.

 

Solo asentí, tragando el nudo en la garganta.

 

Él está vivo.

 

Y mientras esté vivo, yo no voy a rendirme.

 

La enfermera salió casi corriendo, y yo me apoyé de nuevo en la pared, jadeando. Cada músculo me dolía como si me hubieran golpeado con un camión, pero el dolor físico no era nada comparado con la angustia que me apretaba el pecho.

 

Al poco rato, la enfermera regresó con una silla de ruedas.

 

—Vamos, —dijo, ayudándome a sentarme con mucho cuidado.

 

El trayecto por los pasillos fue lento. Podía ver a otros heridos, algunos civiles, otros soldados. Muchos de los rostros reflejaban la misma mezcla de cansancio, tristeza y esperanza que sentía en mi pecho.

 

Finalmente llegamos a una puerta cerrada, resguardada por dos soldados. Me reconocieron y uno de ellos abrió sin decir nada. El ambiente dentro de la sala era diferente: pesado, silencioso… casi sagrado.

 

Mis ojos lo buscaron de inmediato.

 

Ahí estaba, en una cama rodeado de máquinas que pitaban suavemente, conectado a un respirador. Leonardo.

 

Parecía tan… frágil.

 

Su torso estaba vendado de arriba abajo, su brazo derecho enyesado, una vía intravenosa en cada brazo, monitores conectados a su pecho lleno de cicatrices viejas y nuevas. Tenía el rostro pálido, apenas reconocible entre los golpes y rasguños.

 

Sentí que el mundo se me venía encima, pero me obligué a mantener la compostura. Con esfuerzo, me levanté de la silla y caminé tambaleándome hasta su cama.

 

Me dejé caer en una silla a su lado, tomando su mano fría entre las mías.

 

—Estoy aquí,— susurré, aunque sabía que no podía oírme.

 

Me quedé ahí, simplemente respirando junto a él, dejando que las lágrimas que me negaba a soltar durante todo ese tiempo, por fin, cayeran silenciosas.

 

Las lágrimas caían sin que pudiera controlarlas, como si todo el peso de lo que habíamos vivido, todo lo que habíamos pasado, estuviera saliendo a través de ellas. Mi mano apretó la de Leonardo con más fuerza, como si de alguna manera, eso lo pudiera traer de vuelta, como si mi gesto pudiese salvarlo.

 

***

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que entré, pero me sentía atrapada en una burbuja de silencio. Todo a mi alrededor se desvaneció mientras miraba su rostro, tan pálido y marcado, pero aún siendo él, el mismo chico que había luchado con una fuerza que ni yo podía entender. La angustia que sentía por no saber si despertaría, si lo perdería, me estaba matando lentamente.

 

El sonido de las máquinas era constante, y aunque me aseguraba de que su respiración continuaba, mi mente no podía dejar de pensar en lo peor. Mi mente estaba llena de imágenes de lo que había pasado: las explosiones, el caos, los disparos, y la sensación de estar a punto de perderlo en cada segundo. Pero aún estaba aquí, y yo no iba a rendirme. No lo iba a dejar ir.

 

Unos minutos más tarde, la enfermera que me había ayudado entró nuevamente en la habitación, observando la situación.

 

—Lucía… necesitas descansar también, —me dijo suavemente, su voz llena de preocupación.

 

Sacudí la cabeza, negándome a moverme de su lado. —No, no puedo. No ahora.

 

Ella suspiró, pero no insistió más, sabiendo que en ese momento no importaba lo que ella dijera. Lo único que me importaba era él, y no podía dejarlo solo.

 

El tiempo seguía su curso, y el silencio entre nosotros era la única compañía que tenía. Yo solo me quedé allí, observándolo, esperando que el destino tuviera alguna piedad, que de alguna manera, su voluntad de seguir luchando lo trajera de vuelta.

 

No sabía cuánto duraría esta espera, pero mientras estuviera a su lado, aunque solo fuera por unos momentos más, sabía que estaba haciendo lo correcto.

 

Los pasos se escucharon primero, seguidos de un suave crujir de las puertas al abrirse. Los soldados que entraron no llevaban uniforme, lo que indicaba que no estaban en servicio, pero sus miradas serias y cautelosas dejaban claro que no había una tregua en sus ojos.

 

Me miraron brevemente antes de acercarse. Algunos tenían heridas evidentes, otras apenas visibles, pero todos compartían el mismo aire cansado y determinado. Estaban allí, los mismos hombres que habían luchado junto a Leonardo en ese ataque al hospital, y aunque no nos conocíamos bien, todos habíamos compartido la misma lucha.

 

—Nos dijeron que despertaste, —dijo uno de ellos, un mexicano con la mandíbula apretada y una expresión que no dejaba mucho lugar a la duda. Su voz era grave, pero con una leve incertidumbre. —Llevas dos días dormida.

 

Mis ojos se clavaron en él, y aunque no era exactamente un amigo cercano, el hecho de que estuviera allí me dio un leve respiro. No sabía si debían estar ahí, pero su presencia, incluso en silencio, significaba algo. El hecho de que nos viéramos involucrados en ese ataque junto a Leonardo los había marcado, de alguna forma, aunque fuera por ese breve lapso de tiempo.

 

—¿Cómo está? —Preguntó otro, un australiano que había estado a mi lado cuando todo se desmoronó. Estaba visiblemente herido, con un vendaje en el hombro, pero su mirada era clara y directa. —¿Leonardo?

 

No pude evitar mirarlo a él, con sus vendajes y las cicatrices frescas, cada uno con su propio peso. No estábamos unidos por años de amistad o camaradería, pero el lazo que se había formado ese día, en medio de la destrucción, nos había puesto en una posición en la que no podíamos simplemente ignorar lo que estaba en juego. Los hombres que estaban ahí, aunque recién conocidos, compartían una conexión: la lucha por sobrevivir, por salvar a uno de los nuestros.

 

—Lo... lo está sobreviviendo —respondí, aunque mi voz tembló. Estaba agotada, y no solo por el cansancio físico. El miedo seguía presionando mi pecho. —Pero no sé por cuánto tiempo más.

 

El mexicano, al escucharme, asintió lentamente. —Este chico no es fácil de matar, pero las heridas son graves. Nunca he visto algo así.

 

—Y lo que hizo… —dijo el australiano, mirando a Leonardo con algo de respeto en la voz, —eso fue... jodidamente valiente. No sé cómo lo logró.

 

La tensión aumentaba en la habitación. Ninguno de ellos sabía cómo responder ante la situación, ya que, aunque compartimos un solo día de combate, el sacrificio de Leonardo había dejado huella en todos. Sin embargo, la incertidumbre aún dominaba el ambiente.

 

En ese instante, uno de los soldados, el mexicano, se acercó a la cama de Leonardo y observó las heridas. —Esto... esto es mucho más de lo que cualquiera podría manejar.

 

Era cierto. Cada cicatriz, cada herida, mostraba una historia de sufrimiento y resistencia, de lucha constante. Y la pregunta flotaba en el aire: ¿cuánto más podría aguantar?

 

El silencio cayó de nuevo. Cada uno en la habitación, a su manera, tenía que lidiar con su propio miedo y con el hecho de que no sabían qué sucedería a continuación.

 

Me acomodé mejor en la silla junto a su cama, todavía sintiendo el cansancio metido en mis huesos, pero con la mente más clara. Miré a los soldados que habían entrado. Algunos cojeaban, otros tenían vendajes en los brazos o en la cabeza.

Todos estaban sin uniforme. Parecían... humanos, por fin. Ya no tan soldados, sino personas. Y me miraban como si esperaran algo de mí.

 

—¿Dónde estamos? —Pregunté, rompiendo el silencio. Mi voz sonaba ronca, pero firme. —No tuve tiempo de preguntar cuando desperté… solo vine directo aquí. ¿Qué base es esta?

 

Uno de ellos, el australiano, creo. Fue el primero en responder.

 

—Base militar avanzada de Quảng Trị. En la frontera montañosa. Nos replegamos aquí hace un día y medio. Apenas despertaste, te trajeron directo al edificio médico.

 

Asentí en silencio. Las piezas empezaban a encajar. El hospital ya no existía como tal. Todo lo que habíamos tratado de proteger se había esparcido entre convoyes, bolsas negras y planes de evacuación de emergencia. Me apretó el pecho pensar en todo eso.

 

—Como saben, soy una de las voluntarias de EE.UU.,— murmuré, mirando a Leonardo. —Me quedaban dos meses aquí antes de volver. Pero tal vez pueda adelantarlo… y llevarme a él conmigo. Tengo familia con conexiones. Podría arreglar algo para que lo cuiden allá. Para… cuidarlo yo.

 

El silencio en la sala se tensó. Los soldados intercambiaron miradas entre sí, y uno de ellos, un estadounidense corpulento, con el brazo en cabestrillo, se cruzó de brazos.

 

—Si se lo llevan a EE.UU., no va a poder quedarse en cualquier hospital, enfermera, —dijo, serio. —Él es considerado un mercenario. Aunque haya operado solo, técnicamente participó en conflictos bajo contrato. Si sobrevive, estará bajo vigilancia. Tendría que ingresar en un hospital militar.

 

Fruncí el ceño. —¿Y eso qué significa? ¿Lo tratarían como un prisionero?

 

—Más bien como un testigo protegido, —respondió otro, esta vez un italiano. —El ataque al hospital… no fue un simple ataque terrorista. Esos hijos de puta querían a Leonardo. Él era el objetivo. Nosotros solo estábamos en medio.

 

—¿Por qué? —solté, aunque en el fondo ya lo sabía. Ellos también.

—Porque conocía cosas. De I.F.L.O., —dijo el australiano, bajando la voz. —Nos compartió información. Planos, modelos, puntos débiles... Esa armadura maldita con la que luchamos… él ya la había enfrentado. Y sobrevivió.

 

—Y no solo eso,— intervino otro, un mexicano joven que hablaba con los ojos clavados en Leo. —Compartió esa información con todos nosotros. Y nosotros, soldados de diferentes países, terminamos luchando con él. Por lo que sabía. Por lo que ellos querían borrar.

 

Los miré a todos. Y por primera vez desde que empezó todo esto, sentí que no estaba sola. Que no era la única que quería proteger a Leonardo. Cada uno, a su modo, le debía algo. Quizá no lo conocían desde hace mucho, pero ese mes... ese último día... habían sido suficientes para entender lo que él representaba.

 

Me incliné hacia él, con cuidado, y susurré:

 

—No te voy a dejar, Leo. Ya lo decidí.

 

Irina estaba en silencio en un rincón, con los brazos cruzados y la espalda recta como siempre. Desde que entró, no había dicho mucho. Pero en cuanto el tema de Leonardo se volvió más tenso, levantó la voz con ese acento marcado que no dejaba dudas de su origen.

 

—Yo escuché algo, —dijo con calma. —Del hombre que lideró el ataque. El que iba con esa armadura… él llamó a Leonardo 'Spectro'. Y mencionó algo más. Un grupo. V.I.D.A.

 

Me giré hacia ella, frunciendo el ceño. —¿V.I.D.A.? ¿Eso qué es?

 

—Eso mismo me pregunté yo,— respondió, dando un paso al frente. —Busqué. Pregunté. Usé mis propios canales. Lo poco que encontré está casi clasificado. Pero existe. Mis superiores no quisieron decir mucho… solo que V.I.D.A. es una organización internacional. No pertenece a ningún país. Trabajan desde las sombras. Eliminan tráfico de personas, drogas, armas. También se han enfrentado a células extremistas, ejércitos rebeldes, y grupos como I.F.L.O.

 

—Entonces… ¿son buenos? —Preguntó uno de los soldados, rascándose la cabeza.

 

Irina se encogió de hombros. —Ayudan… pero no son santos. Hacen lo que los gobiernos no pueden hacer sin mancharse las manos. Son precisos, quirúrgicos, brutales cuando deben serlo. Y lo más raro… es que no hay ni un solo registro de Leonardo en sus filas. Ningún archivo. Ningún documento. Nada.

 

—¿Entonces cómo lo conocen? —Pregunté en voz baja, apretando un poco más la mano de Leo.

 

Irina bajó la mirada, pensativa. —Tal vez… lo salvaron. Quizá él fue una víctima de sus misiones. Dijiste que tenía diez años cuando escapó de un grupo de trata, ¿no? Tal vez fue V.I.D.A. quien destruyó ese grupo. Tal vez… desde entonces, él quiso ser como ellos.

 

Todos quedaron en silencio. El mismo tipo de silencio que se hace cuando alguien dice algo que nadie se atreve a confirmar, pero todos sienten que podría ser cierto.

 

Miré a Leonardo. Tan herido. Tan quieto. Y aún así, ese misterio que lo rodeaba solo crecía. Un mercenario con información clasificada, perseguido por I.F.L.O., con posibles lazos con una organización que ni siquiera debería existir.

 

—Sea quien sea,— murmuré, —yo no voy a dejar que se lo quiten. Ni V.I.D.A., ni el ejército, ni ningún país.

 

Irina sonrió apenas. —Entonces más vale que estés lista para pelear por él, enfermera.

 

—Ya lo estoy,— respondí sin dudarlo.

 

La tensión bajó un poco cuando el mexicano, el que siempre tenía algún chiste en la punta de la lengua, incluso en medio del infierno, se apoyó contra la pared, mirándome con una ceja levantada.

 

—¿Qué pasó, enfermera? ¿Se nos enamoró del niño o qué? ¿O es que le gustan más jovencitos? Ese chamaco tiene como ocho años menos que usted, y apenas se conocieron hace un mes… y ya le quiere dar trato especial.

 

Rodé los ojos con fastidio, pero no pude evitar sonreír un poco por lo absurdo de su comentario.

 

—Primero que nada, no es un niño, aunque sí sea más joven. Segundo, no estoy enamorada. Y tercero…— Lo miré directo a los ojos. —Lo vi destrozarse por proteger este lugar. Lo vi sangrar por gente que ni siquiera conocía. Lo vi decidir quedarse a pelear cuando todos tenían miedo de moverse. No me importa si nos conocimos hace un día o un año, lo mínimo que merece es que alguien lo trate con humanidad.

 

El mexicano alzó las manos como si se rindiera. —¡Ay, ay! Está bien, jefa, no se me altere. Yo nomás digo… ese chamaco debe haber hecho algo grande pa' que una güera así de fiera esté dispuesta a mover cielo, mar y tierra por él.

 

—Lo hizo,— dije en voz más baja, mirando a Leonardo. —Y no sólo una cosa.

 

Irina soltó una pequeña risa nasal. —Por eso te respeto, Lucía. No muchos saben cuándo vale la pena apostar por alguien.

 

—Es que él nunca pidió nada,— susurré, sin despegar la vista de su rostro herido. —Nunca se quejó. Nunca se rindió. Se quedó solo todo este tiempo… y aún así fue el primero en saltar al fuego por los demás.

 

Hubo un pequeño silencio incómodo, como si mis palabras hubieran golpeado algo dentro de los presentes.

 

El mexicano se acomodó el gorro con algo de vergüenza. —Está bien, está bien… no dije nada.

 

—Sí lo dijiste,— murmuré, esbozando una sonrisa. —Pero te lo perdono.

 

Me incliné un poco más sobre la cama de Leonardo, pasé mi mano con cuidado por su cabello despeinado y me quedé ahí, en silencio, sintiendo la respiración débil pero constante que me decía que seguía luchando.

 

Aunque no hablara, aunque no se moviera… sabía que él aún no se rendía.

 

Y yo tampoco lo haría.

 

El australiano se acercó con su típica sonrisa ladeada y me tendió la mano. La acepté, algo confundida, mientras él bromeaba:

 

—Lo dejaste tirado en el vehículo, ¿sabes? Te quedaste dormida como tronco. Tuve que cargar tu trasero hasta aquí. Y no eres tan ligera como pareces.

 

Rodé los ojos, sin energía para devolverle una respuesta sarcástica. Solo me limité a bufar suavemente.

 

Entonces, él sacó algo de su chaqueta.

 

El collar de Leonardo.

 

Él lo colocó con cuidado en mi mano.

 

—Lo tenías en la mano cuando te desplomaste,— explicó con una voz más suave. —Pensé que preferirías tenerlo tú.

 

Lo miré un momento. Sentía su peso, más emocional que físico. Lo apreté con fuerza, como si pudiera transmitirle a Leonardo mis fuerzas a través de él.

 

Fue entonces cuando uno de los soldados, creo que era el mexicano, preguntó:

 

—¿Y qué va a pasar con la familia de ese tal Luis? Ya que Leonardo no está consciente para hacerlo.

 

Respiré hondo, conteniendo el dolor que me oprimía el pecho.

 

—Ya sabemos quiénes son,— dije, recordando todo lo que habíamos vivido antes del ataque. —Los estadounidenses consiguieron la información antes de todo esto.

 

Todos los presentes asintieron. Ellos también estaban ahí ese día, cuando Leonardo cumplió su promesa.

 

—El niño era Luis W. Carter,— continué, apretando el collar contra mi pecho. —Vive… vivía en California, en una ciudad costera. Sus padres están vivos. Tiene dos hermanos mayores.

 

Hubo un breve silencio, pesado.

 

—¿Y qué vas a hacer ahora? —Preguntó el australiano.

 

—Cuando Leonardo despierte,— dije, obligándome a hablar con firmeza, —iremos a verlos. Él quería hacerlo en persona. Llevarles este collar… y contarles todo. Darles un cierre, agradecerles, aunque hayan pasado tantos años.

 

Miré a Leonardo, pálido, inmóvil en esa cama.

—No puedo hacerlo por él,— susurré, —pero puedo asegurarme de que él lo haga.

 

Los demás intercambiaron miradas. Incluso Irina, tan fría normalmente, bajó la cabeza en señal de respeto.

 

No iba a permitir que la promesa de Leonardo se rompiera.

 

No mientras yo siguiera respirando.

 

Fue entonces que el francés, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, habló por primera vez en todo ese rato.

 

—Quizá deberíamos dejar que ella se lo lleve, —dijo en voz baja pero firme, su acento marcando cada palabra. —Al chico suicida.

 

Todos volvieron sus ojos hacia él.

 

—Podríamos… podríamos decir algo a nuestros mandos,— continuó encogiéndose de hombros. —Aunque duela en el orgullo. Sí, los estadounidenses podrían quedarse con una máquina de muerte... pero también existe la posibilidad de que pueda ser libre.

 

Se detuvo un momento, como eligiendo sus siguientes palabras.

 

—Una vida que claramente no quería recuperar, —dijo, mirándome directo, —pero sería una oportunidad, aunque impuesta.

 

Bajé la mirada hacia Leonardo, sintiendo un nudo apretándome la garganta. Él no pidió nada de esto. Nunca quiso ser salvado. Nunca pidió una segunda oportunidad. Todo en él, cada palabra, cada acción que vi en ese corto tiempo, gritaba que había aceptado su final hacía mucho.

 

Pero había cambiado sus planes por Luis. Por el recuerdo de un niño que le salvó la vida cuando todo estaba perdido.

 

—Él... planeaba ir a ver a la familia,— agregó el francés con suavidad. —Y después… después iba a regresar.

 

Un silencio incómodo cayó sobre la sala.

 

Todos lo sabíamos. No lo había dicho abiertamente, pero lo entendíamos. Para Leonardo, ese viaje no era el comienzo de algo nuevo. Era una despedida.

 

Y ahora… ahora había una pequeña ventana. Una oportunidad diminuta, frágil como un susurro.

 

Si lograba llevarlo a Estados Unidos… si lograba sacarlo de aquí… tal vez, solo tal vez, podría mostrarle que había algo más que la muerte esperándolo.

 

Apreté aún más fuerte el collar entre mis manos.

 

—Entonces,— dije, con voz temblorosa pero decidida, —ayúdenme. Ayúdenme a darle esa oportunidad.

 

El mexicano soltó una risa baja.

 

—Te enamoraste del suicida, ¿eh ? bromeó. —Tienes ocho años más que él, apenas un mes de conocerlo, pero ya lo tratas como si fuera tuyo.

 

No respondí. No podía. Porque si hablaba, probablemente empezaría a llorar de nuevo.

 

El australiano rió por lo bajo también, luego me dio una palmada en el hombro.

 

—Cuenta con nosotros, —dijo. —Para bien o para mal, ya somos parte de esta locura.

 

Los demás asintieron, uno a uno, algunos sonriendo, otros simplemente apretando el puño o asintiendo en silencio.

 

Leonardo no lo sabía, pero había dejado una marca en cada uno de nosotros.

 

Ahora… nos tocaba a nosotros devolverle un poco de lo que nos había dado.

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