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Chapter 16 - Capítulo 16

LUCÍA.

Las constantes de Leonardo son mucho más estables que hace dos semanas.

 

Sigue inconsciente, pero por lo menos ya no pelea por cada maldito latido.

 

Hace tres días logramos regresar del Sudeste Asiático y llegar a Estados Unidos, ocultando el origen real de Leonardo —un mercenario de operaciones negras— bajo la fachada de un civil gravemente herido en un ataque.

 

Gracias a mi familia paterna, que tiene puestos y contactos en el ejército, y a mis padres, quienes tienen influencia en el área médica, logramos asegurarlo bajo mi cuidado... o mejor dicho, bajo el cuidado de toda mi familia.

 

Estamos en un hospital militar de alta seguridad, a cargo de mi primo Marcos —Mayor Marcos Whitmore—, quien tiene suficiente peso en el ejército como para mover montañas si lo necesitáramos.

 

Con su ayuda, Leonardo está vigilado, protegido y rodeado de un silencio absoluto respecto a su verdadera identidad.

 

Una bendición, considerando la cantidad de enemigos que tendría si supieran quién es en realidad.

 

Ahora, solo nos queda esperar.

 

Esperar a que despierte.

 

Esperar a que regrese.

 

Esperar a que ese pequeño guerrero, que peleó hasta quedar hecho pedazos, decida volver a abrir los ojos.

 

El frío metal del collar descansaba sobre mi pecho, colgado de una cadena que había improvisado con una cuerda de mi uniforme.

 

Ese pequeño objeto, tan simple y a la vez tan importante, era ahora una promesa.

 

Una que debía proteger a toda costa hasta que él pudiera entregarla.

Luis W. Carter.

 

La familia que aún espera respuestas.

 

El niño que salvó a Leonardo cuando nadie más lo hizo.

 

Respiré hondo, observándolo desde la puerta de la habitación privada donde lo tenían.

Dos guardias militares del hospital —de los nuestros, de confianza absoluta— custodiaban la entrada. Nadie que no estuviera autorizado podía siquiera acercarse.

 

Antes de salir de la Base militar avanzada de Quảng Trị, los soldados rusos, italianos, mexicanos, coreanos, australianos y africanos que pelearon junto a nosotros nos habían hecho un juramento silencioso.

 

Mentirían en sus informes oficiales.

 

Para todos los efectos, Leonardo no existió en el ataque al hospital.

 

No hubo niño mercenario, no hubo "Spectro", no hubo objetivo que rescatar o proteger.

 

Solo un ataque de I.F.L.O. contra personal de voluntarios, y nada más.

 

Invisible.

 

Ileso de la maquinaria militar que lo buscaría si supiera la verdad.

 

Lo observé otra vez.

 

La piel de su rostro estaba pálida pero sin señales de dolor.

 

Sus costillas fracturadas, las heridas profundas, los moretones, todo estaba sanando poco a poco gracias a los cuidados médicos... pero era su mente la que no sabíamos si alguna vez regresaría.

 

El daño que sufrió en ese maldito hospital, cuando intentó enfrentar a un puto exoesqueleto militar y al Lider, podría haberle costado más que el cuerpo.

 

Podría haberle robado el alma.

 

Apreté el collar entre mis dedos, cerrando los ojos un momento.

 

—Debes volver, Leo... susurré apenas audible. —Hay alguien esperándote, y esta vez no estarás solo.

 

El monitor cardíaco pitó suavemente en el fondo, constante, como un latido lejano de algo que aún no se rendía.

 

Algo que aún luchaba.

 

Y yo también lo haría.

 

Hasta que él pudiera abrir los ojos y reclamar el futuro que le habían arrebatado.

 

Me mantuve de pie junto a la camilla cuando escuché los pasos acercándose por el pasillo.

 

El primero en entrar fue Marcos, con su uniforme impecable, la mirada dura de un hombre acostumbrado a cargar órdenes sobre los hombros.

 

Detrás de él, mi tío Armando, su padre, más recio aún, de rostro severo y ojos inquisitivos.

 

Y, a unos pasos, mi madre, elegante, discreta, siempre observando sin decir demasiado.

 

No hicieron mucho ruido al entrar, pero el ambiente se volvió denso.

 

Marcos se cuadró apenas al verme, en ese saludo informal que teníamos desde niños, luego observó a Leonardo en la cama con cierta cautela.

 

—¿Sigue sin despertar? —preguntó en voz baja.

 

Negué apenas.

 

—Todavía no —respondí con la misma seriedad.

 

Mi madre cruzó los brazos, su mirada fría clavada en el muchacho inconsciente.

Podía sentir las preguntas no formuladas en el aire.

 

¿Quién es realmente?

 

¿Por qué arriesgar tanto por él?

 

Pero no las haría.

Sabía que si forzaba una respuesta, yo simplemente la bloquearía.

 

Mi tío caminó hasta el pie de la cama, mirando a Leonardo con esa expresión de análisis militar que había visto tantas veces en reuniones familiares.

 

—¿Seguro que no es un activo enemigo? —preguntó directo, sin adornos.

 

Cerré la mano alrededor del collar en mi cuello, sintiendo el calor de mi propia piel contra el frío metal.

 

—Lo único seguro es que salvó más vidas que las que podría haber quitado —dije, firme. Incluida la mía.

 

Mi madre soltó un leve suspiro, como si se resignara a algo que no terminaba de entender.

 

—Hemos movido todos los hilos que pediste, Lucía —dijo Marcos, con su tono neutro y profesional.

—El expediente médico está limpio. No hay antecedentes y tampoco hay rastros de que fuera parte de ninguna operación. Adema de ser un fantasma. Para efectos oficiales, es un civil gravemente herido durante un ataque terrorista.

 

Mi tío asintió.

 

—Pero debes entender, sobrina, que no podemos mantenerlo indefinidamente. Hay protocolos. Si en un mes no despierta... las cosas se complicarán.

 

Sabía a lo que se refería.

 

En un hospital militar, los pacientes fantasmas eran tolerados solo hasta cierto punto.

 

Si Leonardo no despertaba, si no podía asumir su identidad falsa... sería transferido.

 

O peor.

 

Mi madre se acercó un poco, su perfume sutil llenando el aire.

 

—Haz lo que debas hacer, Lucía —murmuró, su voz más suave de lo que esperaba. —Pero no pongas en riesgo lo que queda de esta familia.

 

Se giraron para salir sin esperar más palabras.

Fríos.

 

Calculadores.

 

Eficientes.

 

Así era mi familia.

 

Siempre había sido así.

 

Me quedé sola con él otra vez.

 

Me senté al borde de la cama, sosteniendo su mano fría entre las mías, ignorando el miedo que intentaba colarse en mi pecho.

 

—Vamos, pequeño bastardo... —susurré con una sonrisa rota. —No me dejes sola en esto, ¿sí?

 

El monitor cardíaco siguió su lento, constante latido.

 

 

**

LEONARDO.

 

El suelo se siente como un mar de nieve y sangre.

 

Duro, frío, y la sensación de estar atrapado en un lugar sin salida me consume. Las luces de los focos me perforan la mente. Mi cuerpo está tirado allí, inerte, roto, pero mi alma sigue gritando. Mis ojos se abren por instantes, pero todo lo que veo es un caos sin fin. Cada imagen que pasa ante mí, un reflejo del infierno que viví, del entrenamiento, de lo que fui… de lo que soy.

 

Los gritos no cesan.

 

La presión del combate me aprieta el pecho, y el sabor a metal se me queda en la boca, como la resaca de una pesadilla que no puedo recordar por completo.

 

"¡Leto, muévete!"

 

La voz de Selene resuena como un eco lejano, pero la orden me atraviesa, y aunque quiero responder, mi cuerpo no reacciona. Algo está mal.

Un dolor punzante recorre mi pierna, el mismo que sentí cuando Stitch trataba de detener el sangrado. Pero eso ya pasó, no tengo tiempo de pensar en eso ahora. Solo sé que la misión sigue.

 

"¡Jackal, a tu izquierda!"

 

El sonido de la radio cruje y desaparece entre los disparos, pero logro escuchar las instrucciones de Silva, los disparos a su francotirador retumban en la nieve. Siento la presión en mis pulmones como si el aire se me escapara mientras veo a Iván lanzando granadas con precisión mortal. Las explosiones iluminan el caos, es un espectáculo de muerte y sobrevivencia.

 

Recuerdo mi primer día con V.I.D.A., cuando todo esto comenzó.

Me había salvado un equipo que no preguntó, que no dudó. Stitch, Silva, Selene y los démas.

 

Mi primera misión real… era un niño, tenía doce años y me enfrentaba a la muerte por primera vez. Antes había entrenado, pero nada me preparó para esto. Nada me preparó para la brutalidad que me aguardaba. En ese momento, estaba tan asustado, pero había algo en mí que no dejaba que me cayera, que me fuera al suelo como todo lo que nos enseñaron a ser.

 

La primera vez que lancé una granada, la tierra tembló bajo mis pies. Las explosiones, las balas, las muertes… todo eso lo vi a través de los ojos de un niño que no sabía que aún tenía mucho por aprender. Y esa fue la última vez que me consideré uno de ellos, el niño que fui, el niño que fue dejado atrás, ya no existía.

 

Entonces, las voces en mi cabeza se mezclan. Los recuerdos, las caras de los que ya no están, las órdenes sin sentido, las decisiones crueles. Todo eso no se apaga, no se olvida. Solo se acumula. Y ahora, mientras las balas caen a mi alrededor, mi cuerpo no responde, pero mi mente está clara. Cada sonido, cada detonación, me recuerda a cada misión, a cada sacrificio que he tenido que hacer desde que entré a V.I.D.A., desde que me salvaron.

 

—¡Leto, por el amor de Dios!

 

La voz de Selene vuelve a sacudirme. Pero es demasiado tarde. Mi mente ya se ha ido a otro lugar, donde los recuerdos me arrastran.

 

Pienso en los primeros momentos después de ser rescatado. En la oscuridad, cuando no sabía qué pasaba. Cuando no entendía que todo eso, todo lo que venía, era parte de lo que me había convertido en alguien que podía pelear, que podía disparar y no sentir nada.

Ese niño ya no estaba allí, y el hombre que quedaba frente a mí se convertía en la máquina de guerra que V.I.D.A. había formado.

 

Las explosiones, el crujir de las estructuras a lo lejos, las órdenes que no cesan…

 

Ya nada parece real.

 

—¡Leto!

 

Es Selene, de nuevo. Su rostro aparece ante mí, apenas visible entre la nieve.

 

No puedo moverme, mis músculos están agotados, mi cuerpo ha sucumbido, y el dolor me ha arrastrado al borde del abismo.

 

Pero sé que el trabajo no termina aquí, que la misión sigue.

 

Todavía hay un objetivo.

 

Todavía hay algo por hacer.

 

Entonces me escucho decir algo, pero no es claro.

 

Una promesa rota, una pregunta sin respuesta.

 

—¿Luis...?

 

¿Será una señal de la misión que abandoné? ¿De la vida que dejé atrás? ¿Del niño que prometí no olvidar?

 

—¡Leto, estamos perdiendo tiempo! ¡Te necesitamos!

 

Es Stitch, esta vez con la voz rasgada de urgencia.

 

Y, aunque mi cuerpo sigue sin moverse, sé que no puedo dejar que todo termine así.

 

Al menos no sin cumplir.

 

Pero ahora, a través de la niebla, los recuerdos, el dolor y la muerte, escucho un latido en el fondo.

 

Es el mío.

 

Es el mismo que nunca dejó de pelear.

 

El sueño cambió en un parpadeo, como si mi mente jugara con mis recuerdos, pero no podía evitarlo.

 

Estaba en una tienda militar, el aire frío y estéril penetraba el lugar, mientras las luces tenues iluminaban las caras cansadas de los que se mantenían en pie. Las camillas estaban dispuestas con militares heridos, pero en una de ellas, lo vi… Luis.

 

 

Luis, el chico que fue salvado por V.I.D.A., al igual que yo.

Pero él ya no era el mismo.

 

Su rostro estaba pálido, sus ojos apagados, y su respiración era cada vez más lenta. Mi mente trataba de aferrarse a esa imagen del chico alegre que había conocido antes, cuando éramos solo dos niños, pero ese chico ya no estaba. El Luis que vi estaba atrapado entre la vida y la muerte, y su cuerpo parecía desvanecerse en silencio.

 

—Leonardo... —me llamó, su voz débil, como un susurro.

Me acerqué a su camilla, mis piernas temblorosas. El dolor se apoderaba de mí, porque ya sabía lo que estaba sucediendo.

Él estaba muriendo.

 

—No te quedes, no te quedes aquí... —dijo con una mirada vacía, que no podía dejar de mirar.

 

Me apretó la mano, pero su fuerza era tan débil. Podía sentir el frío en su piel, el mismo que ahora recorría mi propio cuerpo.

 

—No... no te vayas, por favor... —le susurré, mis palabras se ahogaban en mi garganta. No quería perderlo, no a él. No después de todo lo que habíamos pasado juntos. No quería aceptar que todo lo que habíamos compartido ya se estaba desvaneciendo.

 

Pero Luis sonrió, una sonrisa triste, como si lo entendiera todo.

 

—Tú aún tienes mucho por hacer, Leonardo. No te quedes... no quiero que te quedes atrapado aquí.

 

—No... no quiero dejarte.

 

Le respondí, luchando contra las lágrimas que querían brotar.

 

Pero él no podía quedarse, y yo no podía evitar que se fuera.

 

Luis cerró los ojos y su respiración se hizo más débil, más lenta. El frío de la tienda, el murmullo de las voces de otros soldados, se desvaneció a medida que él se alejaba, y con ello, yo también me sentía perder. Las manos de Luis se aflojaron, y la suya se descolgó de mi brazo.

 

Unos días después, Luis falleció.

 

A sus catorce años. A los pocos días de haber estado allí, se apagó. Sin dolor, sin gritos. Solo un suspiro, y su cuerpo se dejó ir.

 

Recuerdo haber estado allí, aferrado a su collar. El mismo que ahora llevaba colgado, el que prometí que nunca dejaría de llevar. Mientras las lágrimas me caían, mirando su rostro tranquilo, finalmente entendí. Luis se había ido, pero no de la forma en que los demás se iban, no con furia ni con rabia, sino con una calma que parecía casi irreal. La vida se le escapó lentamente, pero sin sufrimiento.

 

Y entonces, ese niño, el niño que teníamos que salvar, ya no estaba.

 

V.I.D.A. nos había salvado a ambos, pero Luis ya no podía luchar más.

 

¿Qué haría yo ahora sin él?

 

Era demasiado joven para comprender todo lo que implicaba esa pérdida. Solo tenía diez años cuando todo esto empezó, cuando llegué a V.I.D.A., cuando me uní a los demás en ese viaje lleno de guerras, sangre y violencia. Pero Luis había sido mi compañero, mi amigo, mi hermano.

 

Cuando murió, parte de mí también se quedó allí, con él.

 

Ahora, entre las sombras de esa tienda y la nieve que caía, todo lo que pude hacer fue quedarme con ese collar en mis manos, sintiendo el peso de todo lo que habíamos perdido.

 

Solo quedaba el eco de su última sonrisa.

 

 

Todo comenzó a dar vueltas. Mi cuerpo, mi mente, todo giraba y se desmoronaba, como un rompecabezas que no quería encajar. El dolor me atravesaba, pero de alguna manera, no podía dejar de escuchar. Voces, extrañas pero familiares, susurraban entre el caos. Gritos, el estruendo de explosiones, la sensación de todo moviéndose a la vez. Como si estuviéramos en un torbellino de momentos, de recuerdos y de lo que parecía una pesadilla interminable.

 

—...Evan...

 

Ese nombre. Sonaba familiar, pero no podía asociarlo a nada en ese momento. No era Leto, ni Leonardo, ni siquiera el nombre de aquel maldito líder de I.F.L.O. El sonido de ese nombre resonó en mi cabeza, como si alguien hubiera dicho mi nombre en voz baja, pero a la vez como si todo estuviera borroso.

 

Y de repente, la oscuridad fue reemplazada por una luz cegadora.

 

Abrí los ojos de golpe, con el aliento acelerado y el corazón golpeando mi pecho como si estuviera a punto de explotar. Mi cuerpo... Dios, mi cuerpo dolía de una manera que no podría describir. El dolor era insoportable. La sensación de que mi cuerpo estaba completamente destrozado me invadió en cuanto intenté moverme.

 

Mis ojos se ajustaron a la luz, y la habitación me pareció lujosa. No era un hospital cualquiera, era un lugar diferente, con paredes limpias y perfectamente cuidadas. Las camas eran de alta gama, los monitores a mi alrededor chirriaban de manera descontrolada. Pero eso no importaba, porque lo que sí importaba era que yo no podía moverme sin sentir que me desgarraba por dentro.

 

Sentí el peso de los vendajes en mi cuerpo, las fracturas en mi pie, el brazo enyesado, cada herida, cada maldita herida... Podía sentir cada una de ellas, el dolor era tan agudo que casi me hizo gritar. Y el pie... Sentí la presión, el ardor. ¿Qué coño había pasado? ¿Cuánto tiempo había estado aquí? ¿Dónde estaba?

 

El ruido de los monitores, el pitido incesante de la máquina, me golpeaba los sentidos. Me levanté con dificultad, mi cuerpo apenas me respondía, pero mi instinto me decía que debía salir de aquí, que no podía quedarme en una cama como si fuera un jodido cadáver.

 

Me moví con cuidado, pero el dolor no me dejaba avanzar como quisiera. El alboroto que armé al levantarme atrajo la atención rápidamente.

Unos pasos apresurados, el sonido de botas pesadas contra el piso... La puerta se abrió.

 

Hombres armados, con uniformes negros y rostros duros, entraron en la habitación. ¿Qué demonios estaba pasando?

 

Mi primer instinto fue defenderme. Mi cuerpo dolido, mis pensamientos nublados, pero mi mente estaba clara en cuanto a lo que tenía que hacer: protegerme.

 

¡No podía confiar en nadie!

 

Mi brazo, que aún estaba enyesado, se movió rápidamente hacia una mesa cerca de la cama, donde había una pistola en un soporte. Me lancé hacia ella con un gruñido, pero mi cuerpo no respondía como debería. No podía morir aquí.

 

Los soldados se acercaban, con armas listas. Mi respiración era fuerte, frenética. Estaba completamente desorientado, pero la adrenalina me mantenía alerta.

 

—¡Alto!— uno de los hombres gritó, levantando su arma hacia mí. —¡Baja las manos!

 

Pero no lo hice. El miedo, el instinto de supervivencia, me decían que si bajaba la guardia, sería el final. Pero en ese momento, algo dentro de mí, algo muy profundo, me decía que no podía confiar en nadie. Nada de lo que estaba pasando era normal.

 

Con una mirada feroz, les desafíé. Lo único que podía hacer era resistir, y esperaba que la confusión no me costara demasiado.

 

La tensión en el aire se cortaba como un cuchillo, cada respiración era un desafío, cada latido de mi corazón era una bomba a punto de estallar. Mi brazo temblaba bajo el peso de la pistola que apuntaba directamente hacia los soldados que se encontraban frente a mí, armados y preparados para cualquier movimiento en falso.

 

No sabía quiénes eran, pero tampoco confiaba en nadie en este lugar. No podía darme el lujo de hacerlo. Mi cuerpo dolía como el infierno, cada herida, cada fractura parecía gritar al unísono, y en el momento que intenté moverme hacia el lado opuesto de la cama, el dolor se intensificó. Un ardor agudo recorrió mi costado, y sentí una presión en mi abdomen: una herida se había abierto, y la sangre empezó a brotar, empapando la tela de mis vendajes.

Maldita sea, no podía dejar que me atraparan.

 

Mi vista se nublaba, pero no podía bajar la guardia. Las voces de los soldados estadounidenses, hablaban en inglés con una autoridad inconfundible, pero mi mente no hacía más que recordar las últimas batallas, las últimas explosiones, los recuerdos de la misión fallida. No sabía si estaba soñando, o si de verdad estaba en medio de este caos, pero la pistola seguía apuntando.

 

—¡Bajen las armas!— gritó uno de ellos, con un acento familiar, casi autoritario. Pero no podía confiar en ellos, no podía hacerlo.

 

Entonces la puerta se abrió.

 

La voz, su voz. Lucía.

 

—¡Bajen las armas! —ordenó, con un tono que dejaba claro que no estaba negociando.

 

Mis ojos, nublados por el dolor, se fijaron en ella, y sentí un alivio profundo al escuchar su voz, pero al mismo tiempo, mi cuerpo aún estaba preparado para lo peor. Me moví rápido, con el último de mis reflejos, me puse en frente de ella, protegiéndola de esos hombres, sin poder evitar que la sangre siguiera fluyendo por mis vendajes.

 

—¡Baja tu arma, Leonardo! —me dijo, su voz más suave ahora, pero firme. No estás en peligro, estás a salvo.

 

Miré su rostro, buscando algo que me dijera que no era otro sueño, que no estaba en medio de una pesadilla más. ¿Estaba a salvo? No podía confiar por completo en la situación, pero... la miraba a ella, a Lucía, y aunque todo mi ser estaba en conflicto, algo en mi interior me decía que tal vez, solo tal vez, podía escucharla.

 

—Tu cuerpo está aún demasiado herido —dijo, acercándose lentamente. —Y tienes una herida abierta que está sangrando de nuevo. Déjame ayudarte.

 

La preocupación en sus ojos era evidente, pero también esa firmeza que me decía que ella tenía el control en ese momento, que podía calmarme de alguna manera. Aunque mi cuerpo me gritaba que me defendiera, que no confiara, algo en su mirada me hizo dudar por un segundo.

 

Respiré con dificultad, la pistola aún en mi mano, pero el brazo comenzaba a ceder, la fuerza se me escapaba. Me dolía demasiado.

 

La herida. La herida abierta.

 

Miré hacia abajo, vi la sangre, esa maldita sangre que se filtraba a través de los vendajes, y un dolor insoportable atravesó mi cuerpo, de una manera tan aguda que casi me hizo caer. Pero Lucía, sin dudarlo, se acercó más, poniendo una mano sobre mi brazo herido, como si quisiera evitar que me desmoronara completamente.

 

—Baja la pistola, por favor —me dijo con voz baja, pero decidida. —No hay necesidad de más violencia. Ya estás a salvo.

 

Mis manos temblaban, el dolor era más intenso, y los soldados de un lado y otro seguían observándonos, esperando que cediera, pero solo podía ver a Lucía. A su cara, a sus ojos, y en ese momento, aunque aún no confiaba completamente, mi mente y mi cuerpo no podían hacer otra cosa más que ceder.

 

Bajé la pistola lentamente, la mano aún temblando. Y en el momento en que lo hice, sentí una punzada de dolor en el costado. Los gritos en mi cabeza se hicieron más intensos, pero Lucía no me dejó caer. Me sostuvo.

 

Lucía, con la calma que siempre la había caracterizado, levantó la vista hacia los soldados que aún nos rodeaban.

 

—¡Llamen a los médicos! —ordenó con firmeza, sin dudar, como si estuviera acostumbrada a estar al mando, a manejar el caos. Luego se giró hacia mí, con una mirada llena de preocupación, pero también de una determinación que me calmó en medio de mi confusión. —Todo está bien, Leonardo. Estás desorientado y herido, pero estás a salvo.

 

¿A salvo? No podía procesar del todo lo que estaba pasando, mi mente seguía a mil por hora, recordando fragmentos de todo lo que había vivido. ¿Cómo podía estar a salvo si mi cuerpo seguía destrozado?

 

—Estás en Estados Unidos —continuó, su voz suave pero clara. —Hace cuatro semanas regresamos. Después de todo lo que sucedió... lo que hiciste... llegamos aquí. Estás siendo cuidado en un hospital militar.

 

Mis ojos, aún nublados por la fatiga y el dolor, intentaron encontrar algo de sentido en sus palabras, pero todo parecía tan ajeno, tan lejano. Estados Unidos. Había pasado tantas cosas desde que... desde que caímos en ese hospital, desde que todo explotó a mi alrededor. Mi mente seguía divagando, perdida entre recuerdos rotos.

 

Lucía, viendo que mi mirada vacilaba, se acercó un paso más y puso una mano sobre mi hombro, su contacto me hizo sentir un poco más centrado, aunque el dolor seguía corroyéndome.

 

—Mi familia te está protegiendo —dijo con voz suave, casi como si tratara de calmarme.

 

—Te he cuidado todo este tiempo, Leonardo —continuó Lucía, sus palabras llenas de un significado profundo que me hizo mirarla fijamente, intentando entender lo que me estaba diciendo. —Desde que regresamos aquí, mi familia ha hecho todo lo posible para asegurarse de que estuvieras seguro, que pudieras recuperarte. Yo no iba a dejar que nada te pasara.

 

¿Recuperarme? Todo mi cuerpo estaba cubierto de vendajes, dolorido hasta el alma. ¿Recuperarme de qué?

 

Mi mente aún daba vueltas, entre la imagen de la batalla, los gritos, las explosiones... y todo eso se mezclaba con la tranquilidad inusitada del lugar en el que me encontraba ahora. Sentía un alivio extraño, casi irreal, al escuchar a Lucía hablar, pero mis pensamientos seguían atrapados en el pasado, en el caos.

 

—¿Estás bien? —preguntó ella, con una mirada fija en mis ojos, como si estuviera buscando alguna respuesta en mí, algo que la tranquilizara.

 

Bajé la cabeza por un momento, el dolor seguía punzante en todo mi cuerpo, pero lo que más me abrumaba era la sensación de estar perdido.

 

—Lo... lo siento —musité, casi sin voz, mientras un torrente de emociones surgía dentro de mí, abrumándome. —No recuerdo nada... no sé qué ha pasado... solo...

 

Lucía me miró, con los ojos suavemente entrecerrados, como si comprendiera lo que me pasaba. —No te preocupes por eso ahora —respondió, su tono cálido, pero firme. —Lo importante es que estás aquí. Estás en un lugar seguro.

—¡Llamen a los médicos! —ordenó con firmeza, sin dudar, como si estuviera acostumbrada a estar al mando, a manejar el caos. Luego se giró hacia mí, con una mirada llena de preocupación, pero también de una determinación que me calmó en medio de mi confusión. —Todo está bien, Leonardo. Estás desorientado y herido, pero estás a salvo.

 

El ruido de la puerta abriéndose de golpe hizo que mi cuerpo reaccionara instintivamente. Mi mano, a pesar del dolor punzante en mis heridas, se aferró al arma y la levanté de nuevo, apuntando directamente hacia los médicos que acababan de entrar.

Todo se detuvo en el aire, como si el tiempo hubiera quedado suspendido. Los médicos se paralizaron, sus ojos amplios de sorpresa y miedo al ver el arma dirigida hacia ellos.

 

Los soldados dentro de la habitación, que hasta ese momento habían estado en alerta, apuntaron también hacia mí, sus armas firmes, tensos. El ambiente se volvió pesado, cargado de una energía tensa que se podía cortar con un cuchillo. Mi respiración era errática, mis manos temblaban y sentía como mi mente se fragmentaba.

Lucía reaccionó al instante, como si fuera una sombra moviéndose con velocidad. Se interpuso entre los médicos y yo, con una calma envidiable, y alzó la mano para hacer un gesto claro de detenerse.

 

—¡Bajen las armas!— ordenó con firmeza, pero sin levantar la voz. Su tono era autoritario, casi como si estuviera acostumbrada a manejar situaciones de alto riesgo. —No les va a hacer daño, no es lo que quiere.

 

Aunque sus palabras eran claras, yo no podía dejar de apuntar con el arma. La visión se me nublaba, y el dolor en mi cabeza aumentaba con cada segundo que pasaba. No podía pensar bien, no podía ordenar mis pensamientos. Las luces brillaban intensamente, como si el mundo entero estuviera desbordándose sobre mí.

 

De repente, el dolor en mi cabeza estalló. Era como si mil agujas perforaran mi cráneo a la vez, el pulso de mi mente se aceleraba mientras las imágenes del pasado volvían a mi memoria, todo el dolor de la guerra, las explosiones, los gritos, las balas, el caos...

 

¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué todo esto ahora?

 

Con un grito ahogado, me llevé las manos a los lados de la cabeza, el brazo enyesado apretando contra el dolor que no cesaba. La presión de mis dedos sobre mi cráneo parecía ser lo único que me anclaba a la realidad, pero el mareo era insoportable. No podía ver con claridad, no podía pensar con claridad. Cada latido de mi corazón se sentía como una explosión, como si el mundo entero estuviera desmoronándose a mi alrededor.

 

—¡Leonardo!— La voz de Lucía, fuerte y cálida, se coló entre la niebla de mi mente. —Baja el arma. Estás a salvo, no hay nadie que te quiera hacer daño.

 

Pero yo no podía escucharla completamente. ¿A salvo? El pensamiento se sentía tan ajeno, tan vacío. Todo me dolía. ¿Qué significaba estar a salvo? Si mi cuerpo no lo estaba, si mi mente se desmoronaba, si todo en mí era un caos absoluto.

 

De repente, sentí una presión suave en mi hombro. Era la mano de Lucía, que, con una calma imperturbable, me tocaba para que soltara el arma. Yo no podía moverme. Mis músculos estaban tensos, mi respiración entrecortada, el dolor era un eco constante en cada rincón de mi ser.

 

—Leonardo, por favor. Baja el arma. —su voz se hizo más suave, como una caricia, pero no perdía la firmeza. —Te estoy protegiendo. Ya no hay más guerra aquí.

 

Las palabras comenzaron a filtrarse a través de la niebla de mi mente, y lentamente, como si fuera un proceso largo y doloroso, mis dedos comenzaron a soltar el arma.

El peso en mi mano parecía imposible de soportar, pero la voz de Lucía se fue colando por cada grieta de mi mente, hasta que finalmente dejé que el arma cayera al suelo con un estrépito sordo.

 

Un suspiro tembloroso salió de mis labios, y las lágrimas, esas que había estado conteniendo, comenzaron a salir. Todo mi cuerpo dolía. Pero al menos ya no sentía esa constante amenaza de muerte, de sangre, de todo el caos. Ahora, solo estaba aquí, rodeado de extraños y de Lucía, intentando encontrar un poco de paz en medio de tanto desorden.

 

Lucía, con su mirada fija en mí, susurró:

 

—Está bien, Leonardo. Estás a salvo. Estamos aquí.

 

Sus palabras me envolvieron como una manta cálida, pero mi cuerpo no podía dejar de temblar.

 

El mundo seguía girando a mi alrededor, pero ya no podía aferrarme a él. La luz era demasiado brillante, los sonidos demasiado intensos, y el dolor... el dolor era un constante martillo golpeando mi cuerpo. Mi vista se volvió borrosa, las palabras de Lucía se desdibujaban, y la sensación de estar perdiendo el control sobre mi propio ser se hacía más fuerte. Era como si mi cuerpo hubiera alcanzado su límite, como si ya no pudiera seguir cargando con todo lo que había pasado.

 

El mundo se desvaneció lentamente, como si me estuvieran empujando hacia la oscuridad, y todo lo que sentí fue el peso de mi cuerpo cayendo de nuevo. Un último grito en mi mente, un intento desesperado de resistir, pero ya era demasiado tarde.

 

Mis rodillas cedieron, y caí de nuevo al suelo, no con la fuerza de antes, sino de manera letárgica, casi como si mi cuerpo ya no tuviera energía para mantenerse en pie. La caída fue suave, sin fuerza, y todo se deshizo en un vaivén de luces y sombras.

 

En ese instante, la sensación de algo cálido y fuerte me rodeó, algo que me sostuvo, algo que me hizo sentir que no todo estaba perdido.

 

Lucía, con su voz suave y firme, me llamaba. —Leonardo, ¿estás bien?

 

Pero no respondí. El cansancio, la confusión, el dolor... todo me había consumido de nuevo. Antes de que pudiera decir una palabra, antes de que pudiera siquiera comprender lo que pasaba, todo se fue al negro.

 

Caí en sus brazos, dejándome llevar por la oscuridad que me esperaba, mientras su abrazo me envolvía.

 

Estaba demasiado agotado para luchar, demasiado roto para seguir pensando.

 

Solo quería descansar, aunque fuera solo por un momento.

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