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Chapter 4 - Capitulo 4: cuerpo y voluntad

Me incorporé con un quejido, el cuerpo pesado por el esfuerzo reciente y el leve ardor que recorría mi pierna izquierda. La camiseta negra que llevaba encima ya era poco más que un trapo hecho jirones; el primer ataque de aquel espíritu maldito fue más brutal de lo que imaginé. Bajé la mirada hacia mi pierna, justo sobre el tendón. Una marca rojiza, parecida a una quemadura superficial, manchaba mi piel.

—Una linda marca de guerra… —murmuré con sarcasmo, tanteando la zona con los dedos—. Si no fuera por el Kamui, probablemente ya no tendría una pierna.

Giré el cuello con un leve crujido hacia donde había quedado el cuerpo del espíritu. Solo quedaba un suelo resquebrajado y salpicado con restos de ese asqueroso líquido verdoso que parecía estar en descomposición desde el primer momento. Nada más. Ni rastro de aquella criatura que había intentado arrancarme la vida. Eso era lo bueno de estas maldiciones: desaparecen al morir. Qué fastidio sería tener que encargarme de deshacerme de sus cuerpos cada vez.

No quedaba mucho más que hacer aquí.

Me acerqué al hueco donde había estado la escalera. Estaba destrozada desde el primer impacto que recibí. Me agaché, di un pequeño impulso con los pies, y salté desde el segundo piso sin pensarlo mucho. El aterrizaje fue torpe, pero firme.

—Hora de volver a casa y darme un buen baño —musité mientras caminaba entre los restos del hospital abandonado.

Los insectos aún se arrastraban por las paredes, ignorando mi presencia. Había algo irónico en eso: todos esos seres, tan sensibles a la malicia, preferían esquivarme a acercarse. Quizás ya había comenzado a desarrollar algo más que simples trucos con Kamui. Quizás estaba empezando a cambiar de verdad.

Al llegar a la salida, una ráfaga de luz solar me cegó por completo. Cerré los ojos de inmediato, apretándolos con fuerza.

—Mierda… se me olvidó que aún es temprano —susurré, sintiendo cómo la luz quemaba mis párpados cerrados.

Me cubrí con la mano mientras salía al exterior. El aire fresco golpeó mi rostro sudado, mezclándose con el hedor de sangre seca, humedad, y esa sustancia verdosa que se había impregnado en mi ropa. Apestaba. Literalmente. Con razón me miraban raro cuando pasaba por el pueblo. Puede que ignoraran muchas cosas, pero ese olor en específico era imposible de ignorar.

Caminé sin apuro por las calles de tierra, rodeado de casas envejecidas por la lluvia y el abandono. Algunas aún se mantenían firmes, otras apenas se sostenían sobre sus pilares carcomidos. Todo ese entorno decadente, silencioso, era parte de mi nuevo hogar.

Y ahí estaba.

Una casa de madera antigua, sin pintura visible, con algunas secciones claramente más nuevas que otras. Se notaba que había sido remendada muchas veces, y no precisamente por un profesional. Las partes añadidas no encajaban con el resto de la estructura, pero aún así, tenía cierto encanto. Estaba maltratada, sí, pero seguía en pie.

Como yo.

Empujé la puerta de entrada, la cual respondió con su habitual chirrido prolongado. No hubo un "bienvenido", ni una voz esperándome. Solo el silencio. Ese tipo de silencio que se siente cuando llegas a casa después de un largo viaje. El aire olía distinto, como si el lugar hubiera tenido su propia vida mientras yo no estaba.

Y lo primero que necesitaba hacer era quitarme ese apestoso recuerdo del combate.

Fui directo al baño, arrastrando los pies por el suelo de madera. Encendí el calentador rudimentario que tenía conectado a la pequeña tina, un viejo sistema que funcionaba con carbón y tiempo. Mientras el agua se llenaba, me quité la ropa con una lentitud cansada. La camiseta se deshizo en mis manos. Los pantalones estaban endurecidos por la sangre seca y aquella sustancia verdosa.

Cuando por fin estuve dentro, el calor me envolvió como un suspiro. Cerré los ojos y me dejé caer hasta quedar sumergido hasta el cuello.

El agua se volvió turbia al instante. Un tono grisáceo con vetas marrones y verdes se esparció como tinta. Me hundí un poco más, dejando solo la nariz fuera, respirando en silencio. El cuerpo dolía. La pierna ardía con más intensidad en contacto con el agua caliente, pero no me quejé. Lo soporté. Lo disfruté, incluso.

—No está tan mal… —murmuré para mí, apoyando la nuca en el borde de la tina—. Para ser un baño en mitad de la nada, no está nada mal.

Me quedé allí al menos veinte minutos. Sin pensar demasiado. Sin moverme. Dejando que el agua se llevara la mugre, el olor, la tensión. Cuando finalmente salí, el cuerpo se sentía más ligero. Aún adolorido, pero diferente. Como si me hubiese quitado una capa de peso invisible.

Me sequé rápido, me puse ropa limpia —una camisa blanca y pantalones sueltos— y volví al centro de la casa, listo para la siguiente necesidad básica: comer.

Pasé al salón y me tomé un momento para quedarme allí parado, respirando hondo. No me sentía especialmente victorioso, ni glorioso. Me sentía… estable. Vivo.

—Este cuerpo necesitará nutrientes —me recordé, palmeando mi estómago, que rugía con hambre.

Fui directo a la cocina. No tenía carne. No aún. Pero el arroz no faltaba. Tomé una olla de hierro, la llené con agua, la puse sobre el fuego. En paralelo, saqué arroz, algas secas y unas raíces que había recogido días antes. Las corté con precisión, como si lo hubiera hecho cien veces antes, y las agregué al agua mientras el arroz comenzaba a hervir.

El olor empezó a llenar la cocina, mezclando el perfume tostado del arroz con el salobre aroma de las algas. No era un banquete, pero era nutritivo. Suficiente para reponer energías. Al menos hoy.

Mientras comía, mis pensamientos comenzaron a divagar.

—Estas cosas apenas me mantendrán en pie —dije para mí mismo, masticando con lentitud—. Necesito proteínas reales. Carne. Y si no voy a tener el lujo de comprarla, tendré que conseguirla por mi cuenta.

Cacería.

Era una opción. No muy refinada, pero viable. Animales salvajes no escaseaban en las afueras, y una buena dieta de carne podría fortalecer mis músculos, aumentar mi regeneración y mejorar mi rendimiento físico en general. No podía depender solo del Kamui. Si quería sobrevivir y dominar este mundo, tenía que fortalecer cada parte de mí.

Terminé la comida, lavé los utensilios con agua fría y salí al patio trasero. Aún quedaban muchas horas de sol, y eso significaba tiempo para entrenar.

Me quité lo que quedaba de mi camiseta y comencé con lo básico: estiramientos. El cuerpo que habitaba era joven, pero no acostumbrado al rigor. Los músculos eran delgados, sin definición. Al menos por ahora.

Sentí cada articulación crujir, cada músculo resistirse. Pero no me detuve. Continué con flexiones, sentadillas, abdominales. Lentas, controladas. No buscaba cantidad, buscaba solidez.

Después vinieron los movimientos con espada. recogi de nuevo la espada que había dejado en una esquina dela casa. No estaban en su mejor estado, pero el filo era real. Practiqué cortes, estocadas, cambios de postura. Cada movimiento me exigía precisión. Si quería integrar el Kamui en combate real, necesitaba un cuerpo que reaccionara al instante, sin dudar.

Respiraba con fuerza, el sudor empapando mi espalda mientras el sol descendía poco a poco. El cuerpo temblaba, pero la mente estaba más firme que nunca.

No era el entrenamiento más sofisticado del mundo. Pero era mío. Y sería la base de todo lo que vendría después.

El camino a la cima no comenzaba con poder, comenzaba con voluntad.

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