La vida en la cafetería, bajo el nombre de Janet, se había convertido en una extraña rutina para Hitomi. Los días se fundían en un aroma constante a café molido y azúcar, en el tintineo de las tazas y el murmullo incesante de las conversaciones. Su existencia, que alguna vez fue un tapiz de lujos oscuros y peligros inherentes, se había reducido a sonrisas educadas, pedidos de "extra shot de espresso" y la limpieza constante de mesas pegajosas.
Brenda era su ancla en esta nueva y peculiar normalidad; su risa fácil y su torbellino de chismorreo llenaban el vacío que la ausencia de los Valmorth había dejado. Hitomi observaba a Brenda con una mezcla de fascinación y envidia, la vida simple y ruidosa de su compañera un contraste asombroso con la complejidad letal de su propio pasado.
Sin embargo, a pesar de sus intentos por mezclarse, la verdadera naturaleza de Hitomi, su linaje Valmorth, se negaba a permanecer completamente oculta. Incluso con el cabello teñido de negro y la ropa discreta, una belleza inherente, casi etérea, la seguía a todas partes.
Era una cualidad innata de las mujeres Valmorth: una gracia felina en sus movimientos, unos ojos que parecían ver más allá de lo visible, una simetría facial que rozaba la perfección. Esta belleza, a la que nunca había prestado atención en la mansión, se convirtió en una especie de imán en el mundo exterior.
Por ello, casi a diario, la cafetería recibía una peregrinación inusual de jóvenes. Chicos de diecisiete o dieciocho años, con el acné aún floreciendo y las hormonas a flor de piel, merodeaban cerca de la barra, pidiendo el café más caro que no podían pagar y lanzando miradas nerviosas a Janet. Intentaban conquistarla con torpes cumplidos o invitaciones aún más torpes.
Un día, un joven alto y desgarbado, con una gorra de béisbol girada hacia atrás y una camiseta de una banda de rock ruidosa, se acercó a la caja.
—Hola, uhm... Janet, ¿verdad? —preguntó, sonriendo con demasiados dientes—. Soy Kevin. Tuve un sueño contigo anoche. Fue... dulce. ¿Te gustaría que lo hiciéramos realidad, no sé, en el cine?
Hitomi, impasible, le entregó su cambio.
—No. Gracias. Siguiente —respondió con su voz monótona, sin una pizca de interés.
Kevin se quedó petrificado por la brusquedad, y se retiró con la cola entre las patas, mientras sus amigos disimulaban las risas.
Otro día, un muchacho con el pelo engominado, que creía ser un "chico malo", apoyó el codo en la barra, intentando una pose seductora.
—¿Sabes? Podríamos estudiar juntos. Tengo un apartamento muy silencioso —ofreció, con una sonrisa ladeada que no llegaba a sus ojos.
Hitomi lo miró directamente. Sus ojos oscuros, antes de que pudiera controlarlos por completo, destellaron con una pizca de la frialdad Valmorth, una mirada que había aterrorizado a muchos. El chico se encogió involuntariamente.
—Estoy segura de que tu apartamento es muy... silencioso —dijo Hitomi, su voz con un deje irónico que él no captó—. Pero prefiero estudiar anatomía. Y no la tuya.
El joven se puso rojo brillante y se alejó rápidamente, murmurando excusas.
Incluso hubo un intento más atrevido. Un chico, con la confianza inflada por sus amigos, se atrevió a dejar un papelito doblado junto a su café. Hitomi lo abrió discretamente. Era un dibujo rudimentario de ella con un corazón, y debajo, un número de teléfono con el mensaje: "Llámame, hermosa. Te daré algo que nunca olvidarás ;)"
Hitomi, con una pequeña sonrisa casi imperceptible, tomó el papelito, lo dobló cuidadosamente en cuatro y lo deslizó dentro de la taza de café caliente del chico.
—Aquí tienes tu... "regalo" —dijo, empujando la taza hacia él.
El muchacho lo tomó, confundido, y luego abrió el papelito mojado y manchado de café. Su expresión de asco fue épica. John se habría reído.
Brenda, que había sido testigo silenciosa de estas interacciones diarias, se acercó a Hitomi, apoyándose en la barra mientras secaba unas cucharas.
—Janet, eres un caso. Ni uno solo de esos pobres diablos consigue ni una sonrisa de ti —comentó Brenda, con un tono juguetón, pero con una curiosidad más profunda en sus ojos—. No te ofendas, cariño, pero ¿de dónde sales tú? Eres un misterio. Nunca hablas de tu familia, de dónde vivías antes. ¿Eres de aquí de Vancouver? ¿O de otro sitio de Canadá?
Hitomi sintió un nudo en el estómago. Sabía que esta conversación llegaría tarde o temprano. Había ensayado sus mentiras, pero decirlas en voz alta siempre era un riesgo.
—Soy de... de un pueblo pequeño —comenzó Hitomi, sus ojos esquivando los de Brenda—. Muy al este, casi en la costa. No hay mucho que contar. Mi familia... uhm, éramos pocos. Y... me cansé de la vida de pueblo. Quería ver el mundo, ¿sabes? Por eso vine aquí, a la gran ciudad.
Brenda la miró con una ceja levantada, su sonrisa se volvió más suave, casi compasiva.
—Ya veo. Un espíritu libre, entonces. Bueno, me alegro de que hayas venido aquí. Eres buena trabajando, Janet. Y no cualquiera aguanta a estos buitres —dijo, con un guiño en dirección a la puerta por donde los chicos salían y entraban. Luego, su expresión se tornó un poco más seria—. Pero hablando de eso, ¿tienes planes para el futuro? ¿Estás pensando en quedarte en Vancouver mucho tiempo?
La pregunta era la apertura que Hitomi necesitaba. Había tomado una decisión en las últimas semanas, una que su Lanza de la Aurora parecía susurrarle con cada vibración.
—De hecho, Brenda —dijo Hitomi, su voz más firme ahora, sin el rastro de mentira—. Sí. En unos días voy a tener que renunciar a este trabajo.
La alegría en el rostro de Brenda se desvaneció al instante, reemplazada por una genuina tristeza.
—¿Qué? ¡Ay, no, Janet! ¡No me digas! ¿Por qué? ¿No te gusta? Pensé que estábamos bien aquí.
—No, no es eso. Me encanta trabajar contigo, Brenda, de verdad —se apresuró a decir Hitomi, sintiendo una punzada de algo parecido a la culpa por la sinceridad en la voz de su compañera—. Es solo que... tengo que ir a buscar algo. Una oportunidad. Algo que no puedo encontrar aquí.
Brenda suspiró, pero asintió, su resiliencia natural recuperándose rápidamente.
—Bueno, si es por una oportunidad, no puedo culparte, cariño. El mundo es muy grande. Me pondré triste, eso sí. Pero te deseo lo mejor, de verdad. Eres una chica lista, y muy valiente.
Hubo una pausa. Hitomi dudó un instante. Esta era la oportunidad perfecta.
—Brenda —dijo Hitomi, su tono más bajo, casi conspirador—. Tú... tú mencionaste lo de los poderes antes. Y Ryuusei. ¿Tú tienes algún poder?
Brenda rió, un sonido un poco hueco.
—¿Yo? ¡Ay, Janet, si yo pudiera volar, ya me habría ido de aquí hace años! —bromeó. Luego, su expresión se suavizó—. Bueno, tengo una tontería. Nada como esos tipos de la tele. Solo puedo... mover cosas pequeñas. Como una cuchara, o un lápiz, si me concentro mucho. Nada más. Es más un truco de fiesta, la verdad.
Hitomi la miró con curiosidad. Brenda, una persona normal y con un poder tan insignificante, ¿cómo encajaba en el mundo de los Valmorth o de Ryuusei? Era una perspectiva tan diferente.
—Y... ¿cómo son los héroes por aquí? —preguntó Hitomi, intentando sacar más información sobre el panorama local de habilidades—. Los que no salen en las noticias, ¿sabes?
Brenda frunció el ceño, pensando.
—Uhm, bueno, la verdad es que... últimamente hay muchos que ya no son como los de los cómics, ¿sabes? No andan por la calle con capas. Muchos de ellos trabajan en privado, en empresas grandes, o para el gobierno, supongo. Son como... activos. O guardaespaldas de gente importante. Se meten en política, en tecnología. Es raro. No son los "salvadores" de antes. Es más un negocio ahora, ¿sabes? Algunos dicen que los de verdad, los que son "independientes", esos sí son los que marcan la diferencia. Como tu Ryuusei.
Las palabras de Brenda se clavaron en la mente de Hitomi. Héroes en empresas. No era lo que esperaba. Le dio una visión más compleja del mundo de los dotados fuera del dominio Valmorth. Confirmaba la idea de Ryuusei como un poder atípico, independiente, justo lo que ella buscaba. El camino hacia Alberta se sentía cada vez más claro, una luz tenue en la vasta oscuridad de su futuro incierto.