Cuando alguien se pregunta cómo se creó el mundo, la respuesta depende de a quién se lo preguntes. Algunos dirán que fue obra de un ser espiritual, otros hablarán de una diosa ancestral o de una entidad celestial que quiso reiniciar el universo. Muchas de esas respuestas podrían parecer simples falacias, pero hay algo en común en todas: la idea de que fuimos creados por algo.
Ese algo —una fuerza más allá de toda comprensión— fue quien dio origen no solo a nuestro planeta, sino también a galaxias enteras y a mundos aún desconocidos. Fue quien creó la magia, un regalo para todos los seres vivos. Con ella nacieron los océanos, los biomas, las regiones y especies… y, sobre todo, las criaturas.
Este ser sembró vida diversa en nuestro mundo: criaturas mágicas, razas inteligentes, culturas únicas. Humanos, elfos, hadas, orcos, goblins... y muchas otras razas imposibles de contar. Nuestro mundo floreció en diversidad, en historia, en magia.
Pero lo más especial de todo fue que este ser no solo creó el mundo; lo llenó. Puso animales y criaturas en cada rincón, en cada bioma, para que nadie viviera en soledad. Cada raza habitaba un entorno único, diseñado para ser su hogar.
Sin embargo, con el paso de los siglos —o quizás milenios—, algo cambió. Las razas evolucionaron. Inventaron herramientas, construyeron civilizaciones… pero también surgió el ego, la envidia, el odio.
Poco a poco, esas tensiones se convirtieron en rencor. El rencor en conflicto. Y el conflicto, en guerra.
Así comenzó la época más oscura de nuestra historia.
La Era de la Oscuridad.