El silencio en la habitación era asfixiante.
El sonido rítmico del monitor cardíaco de Hiroshi Kiryuu, mi abuelo, era lo único que rompía aquella atmósfera opresiva. Cada pitido marcaba el tiempo que le quedaba, como una cuenta regresiva invisible. Quería aferrarme a la esperanza… pero en el fondo, sabía que este sería nuestro último momento juntos.
Mi tía le sostenía la mano con una desesperación que dolía de ver. Las lágrimas resbalaban por su rostro, pero su mirada… no era solo tristeza. Era miedo. Miedo a un mundo sin su padre.
Yo, en cambio, permanecía inmóvil, como si mis emociones se hubieran congelado. No era indiferencia… era autoprotección. Desde siempre me he escondido tras una barrera de frialdad, y ahora, esa barrera era mi única defensa contra el derrumbe.
—Padre… por favor, aguanta un poco más —susurró mi tía, apenas audible—. Todavía necesito que me regañes cuando me equivoco… todavía quiero que me abraces cuando no pueda con todo esto…
Mi abuelo esbozó una sonrisa débil.
—No temas… mi pequeña… El final… no es algo que deba temerse…
Su voz era apenas un susurro, tan leve que el viento mismo parecía contener la respiración.
Mi tía negó con la cabeza, negándose a aceptar la verdad.
—No digas eso… ¡no puedes irte todavía!
Apreté los puños. Odiaba sentirme así de impotente. Odiaba que nuestras palabras no pudieran aferrarlo a este mundo.
Entonces él me miró, y su mirada… tenía ese brillo suave que solo los sabios conservan en el umbral de la muerte.
—Haruki… prométeme algo…
Tragué saliva. Por un segundo, quise volver a ser niño. Quise que alguien me dijera que todo estaría bien.
—¿Qué cosa, abuelo…?
Su mano temblorosa buscó la mía y me la apretó con la poca fuerza que le quedaba.
—No dejes que la soledad te consuma… La vida es más que rutina y libros… Aunque duela… aunque el camino sea cruel… sigue adelante. Encuentra tu propósito.
Sus palabras atravesaron mi escudo, directo al centro de mi pecho.
—Lo intentaré —murmuré, sin saber si mentía.
Entonces, la línea del monitor se volvió continua. Un pitido agudo cortó el aire como una cuchilla invisible.
El tiempo se detuvo.
Mi tía gritó su nombre entre sollozos. Las enfermeras entraron apresuradas. Pero ya era tarde.
Hiroshi Kiryuu se había ido.
Mis piernas cedieron sin que me diera cuenta. Caí de rodillas al suelo, con la mente en blanco.
No lloré.
No grité.
Solo me quedé ahí… sintiendo cómo algo dentro de mí se deshacía lentamente.
La persona más importante de mi vida… había desaparecido.
Y con él, una parte de mí se fue también.
No sé cuánto tiempo pasó después de aquello.
Los siguientes días transcurrieron en una especie de niebla.
Recuerdo ver a mi tía organizando el funeral, hablando con personas que iban y venían, dando el pésame con palabras vacías. Yo solo asentía, sin realmente escuchar. Todo me parecía irreal, como si estuviera atrapado en un mal sueño del que no podía despertar.
El día del funeral, la lluvia cubrió la ciudad.
Me pareció adecuado.
El cielo mismo parecía estar de luto.
Vestido de negro, observé cómo el ataúd descendía lentamente en la tierra. Las palabras del monje a cargo de la ceremonia se mezclaban con el sonido de la lluvia golpeando los paraguas. Mi tía estaba a mi lado, con el rostro oculto tras un pañuelo empapado de lágrimas.
No sé qué esperaba sentir en ese momento.
Tristeza, ira, desesperación.
Pero lo único que sentía era un vacío insoportable.
Cuando la ceremonia terminó, los asistentes comenzaron a irse poco a poco. Algunos se acercaban para darme palabras de aliento. "Él estaría orgulloso de ti", "Sé fuerte", "El tiempo lo curará todo". Frases que se sentían huecas, como si fueran simples formalidades que debían decirse en estos momentos.
Yo solo asentía, incapaz de responder.
En algún punto, mi tía se alejó con algunos familiares para atender asuntos del testamento. Yo, en cambio, me quedé allí, frente a la tumba, observando la lápida recién colocada.
Las gotas de lluvia resbalaban por la piedra, desdibujando las letras del nombre de mi abuelo en mi mente.
—No dejes que la soledad te consuma…
Recordé sus últimas palabras.
Apreté los puños.
—Lo intentaré, abuelo…
Dije esas palabras en voz baja, apenas un susurro perdido en la tormenta.
Pero en el fondo…
No estaba seguro de si realmente podría hacerlo.
La lluvia seguía cayendo cuando, entre los asistentes, noté a mis primos.
Y como era de esperarse, no parecían realmente afectados por la muerte del abuelo.
Hiroki y Souta, los hijos de mi tío mayor, estaban allí por pura obligación. Sus trajes estaban impecables, pero su postura relajada y la forma en la que susurraban entre ellos me dejaban claro que su presencia no era más que una formalidad. Hiroki, el mayor, tenía una sonrisa apenas disimulada en los labios, como si estuviera esperando el momento adecuado para sacar provecho de la situación. Souta, en cambio, miraba su teléfono con aburrimiento, completamente indiferente.
Luego estaban mis tíos, Kenji y Takeshi, los hijos biológicos del abuelo. Nunca me habían visto como parte de la familia.
—Vaya, quién lo diría… —escuché murmurar a Kenji, lo suficientemente bajo para que pareciera que no quería ser oído, pero lo bastante alto como para que llegara a mis oídos—. Al final, el viejo sí dejó este mundo.
—No finjas que estás sorprendido —respondió Takeshi con una sonrisa burlona—. Todos sabíamos que era cuestión de tiempo.
No me molesté en voltear a verlos.
Conocía demasiado bien a mis tíos. No estaban aquí por respeto o amor hacia el abuelo. No. Ellos estaban aquí porque sabían que la lectura del testamento se haría después del funeral.
Para ellos, la muerte de nuestro abuelo solo significaba una cosa: herencia.
—Seguro dejó todo a su querida hija —continuó Kenji, con evidente desdén—. Siempre la trató como si fuera la única que importaba.
—Tal vez —agregó Takeshi—, pero no olvidemos al huérfano
Sentí sus miradas sobre mí, como si analizaran mi reacción.
Pero no les daría el gusto.
Manteniéndome en silencio, me limité a ignorarlos.
Sabía exactamente lo que pensaban. Desde el momento en que fui adoptado, fui visto como un intruso. Un extraño que, sin compartir la sangre de la familia, había sido acogido por el hombre que ellos mismos llamaban padre.
Siempre hubo desprecio en sus ojos cuando me veían, y aunque con el tiempo aprendí a no darles importancia, hoy… hoy no tenía la paciencia para lidiar con ellos.
Hiroki y Souta, en cambio, parecían más interesados en hacer apuestas entre ellos.
—Apuesto a que el abuelo dejó la mayor parte de su fortuna a la tía —susurró Souta con una sonrisa ladina.
—Yo no estaría tan seguro… —respondió Hiroki con aire pensativo—. Puede que haya dejado algo para nuestro querido primo huérfano.
—¿Haruki? Por favor —bufó Souta—. ¿Qué haría con tanto dinero? Probablemente lo gastaría en libros.
—O en quedarse encerrado en su departamento sin hablar con nadie.
Ambos rieron.
No me molesté en responderles.
No valía la pena.
Poco después, la ceremonia terminó y todos comenzaron a dirigirse al salón privado donde se llevaría a cabo la lectura del testamento.
Suspiré.
Sabía que este sería el verdadero inicio de los problemas.