No lo recordaba.
Porque no se puede recordar lo que no se ha vivido.
Pero sí podía leerlo.
Como una historia que mi madre quiso olvidar, pero que escribió para que yo reconociera una parte de mi pasado. Sus diarios estaban envejecidos en mi memoria. La tinta se había desvanecido en algunos bordes de mi mente, pero su voz seguía allí, intacta, como si aún me hablara en susurros.
"A veces siento que todo esto es un sueño.
Que este legado no es más que una maldición ancestral,
al servicio de los duques del norte."
Mi madre se enamoró de un hombre que no podía amarla con sinceridad. Tal vez fue un noble, o un soldado. Nunca lo dijo.
"Dijo que me amaba. Lo juró ante los árboles del jardín de invierno.
Pero delante de su familia, sus labios dijeron otra cosa:
que nunca me había tocado."
Nunca supe su nombre. Ni quería saberlo.
Pero el destino, cruel y tardío, me puso frente a él.
Con mi espada apuntada a su garganta.
"Hoy me negaron la entrada al ala este.
Han cerrado todas las puertas.
Y él... ni siquiera me miró.
Mi vientre ya no me pertenece, pero esta niña sí."
Mi madre me dio a luz en soledad.
En un rincón helado de la servidumbre, mientras el ducado celebraba la victoria de su ejército.
Ese mismo ejército que, años después, enfrente para salvar a mi señor.
"Cuando abracé a mi hija por primera vez,
la envolví con el último regalo que me quedaba:
una capa azul. La misma que llevaba cuando él me pidió que lo esperara…
en la torre del sur."
"Al despedirse, me prometió que regresaría,
pero ya han pasado diez meses desde que partió del ducado."
Eso fue lo último que escribió.
O lo único que recuerdo.
No es que quiera olvidar mi pasado.
Tampoco deseo seguir atada a la sombra de la desgracia.
Mi madre me dejó sus memorias
como quien deja una espada rota
a una hija que no pidió nacer entre ruinas y traiciones.
Al cumplir ocho años, abandonamos el norte buscando un futuro mejor.
Eso me repetía cada vez que preguntaba por qué huíamos.
Pero Roster seguía en guerra, y encontrar un lugar donde respirar sin miedo
era un lujo de los vivos.
Mi madre siempre fue débil.
Desde que tengo memoria, la enfermedad habitaba en su cuerpo.
Y en los barrios bajos del Condado de los Lobos, el frío era un viejo amigo que jamás se iba.
Los niños aprendían a soportar el hambre como si fuera parte de un juego.
Mientras los adultos enseñaban el miedo con bofetadas.
Ese era el pan de los que no eran amados.
Cada mañana, antes de irse a trabajar, mi madre me besaba la frente y me decía con voz cansada, pero firme:
"No te alejes. Nunca hables con extraños.
Y si alguien te llama por mi nombre… corre."
Volvía tarde, demasiado tarde, cuando las sombras de las personas parecían fantasmas bajo las piedras sucias de las calles.
Desde que dejamos el norte, dejé de practicar con la espada de madera, pero también olvidé el sabor de la carne tierna, y el calor de una cama.
Dormíamos juntas. O eso intentábamos.
Pero el frío no permitía mucho más.
Con el tiempo, los moretones en su cuerpo se hicieron frecuentes.
Decía que era por nuestro futuro, que pronto tendríamos suficiente dinero para salir de ahí y buscar una vida mejor en la capital de Roster.
Pero yo lo sabía. Aunque fuera una niña.
El olor a alcohol y tabaco no se disimulaba en su cuerpo.
Aunque siempre la recibía con un fuerte abrazo y una sonrisa,
en su rostro veía la mitad del sol y la luna.
Su trabajo era bien pagado, pero la destrozaba por dentro.
Ser una mujer de compañía era mejor que morir de hambre.
Pero el verdadero problema era otro:
Más de la mitad del dinero se iba en medicinas.
Y lo poco que quedaba…
nos alcanzaba apenas para sobrevivir el día a día.
Podía soportarlo. Tenía que hacerlo.
Mi silencio y mi sonrisa eran mi única espada contra la adversidad.
Fingir ignorancia era la única forma de decirle a mi madre que todo estaría bien,
para que ella no sufriera más de lo que su cuerpo y su mente soportaban.
Cuando al fin reunimos lo suficiente para llegar al corazón de la capital,
creí que lo habíamos logrado,
que al fin esos días quedarían atrás.
Pero el cuerpo de mi madre… ya no podía mantenerse en pie.
Y para seguir existiendo en este mundo cruel,
tuve que convertirme en algo que no quería ser.
Recurrí a robar y a comer los desperdicios que la gente arrojaba.
Parecía un perro al que el mundo había olvidado,
pero podía soportarlo. Todo el bien que mi madre me dio,
ahora era mi misión protegerla.
La casucha donde vivíamos se convirtió en un blanco fácil.
Dormía poco, siempre con un ojo abierto,
por si alguien intentaba entrar y hacer lo peor.
Decían por el barrio que no se debía confiar
en quienes ayudan sin esperar nada a cambio.
Fue un consejo sabio de un anciano…
que al poco tiempo encontré muerto en la nieve.
Cada vez que salía a la calle, era una carrera contra el tiempo.
Tenía que volver antes de que alguien ingresara a nuestra morada.
Era una batalla diaria contra el hambre, el frío y los hombres.
Aunque me hice amiga de un grupo de niños que mendigaban en las calles,
aprendimos rápido:
sobrevivir era la única lección.
Un día, al volver a casa, sentí que algo no estaba bien.
Ingresé con sigilo, como las calles me habían enseñado.
Y entonces vi
a un hombre desnudándose. Mientras mi madre yacía tumbada, sin fuerzas para gritar.
Solo sus ojos hablaban.
Mi cuerpo se movió antes que mi mente.
La navaja estaba allí.
Y yo sabía usarla.
Aunque regañaba por lo aprendido de la gente del norte, aquella esgrima básica me sirvió para defendernos. Tal vez ese fue uno de los muchos motivos por los que mi madre decidió abandonar el hogar donde nací: temía que yo terminara siendo usada como una espada sin propósito.
Volviendo al momento…
Golpeé. Una y otra vez.
No conté las veces. Solo escuché sus gritos.
El hombre, sin saber quién lo había herido, retrocedió y huyó,
dejando un rastro de sangre.
Ese lugar ya no era seguro.
Volvimos a las calles. A la nieve. Al hambre.
Donde el invierno golpeaba mejor que nadie.
Hice lo posible por encontrar un refugio...
Yo sonreía. Sonreía cada vez que mi madre me miraba,
para que creyera que nada me dolía.
Y así fue, como todo lo bueno debe terminar.
Mi madre empeoro debido a su enfermedad y por consecuencia de su trabajo de acompañante. Hasta que una mañana de invierno, al despertar, ya no respiraba.
Al mirarla, ella vestía una sonrisa, como si dijera —al fin— que todo estaría bien.
Mi pecho ardía.
No podía respirar.
Las lágrimas no me dejaban ver, pero no había tiempo para llorar.
Los hombres del barrio rondaban.
Buscaban cuerpos sin defensa.
Así que dejé el suyo atrás.
No hubo entierro.
No hubo despedida.
Desde entonces, mi vida fue un infierno invernal.
Y entendí, por fin,
por qué llaman Winter a los reyes de este lugar:
El hielo les pertenece.
Y a nosotros, el olvido.
Creí que los nobles ayudaban.
Pero la ayuda siempre venía con condiciones.
Con mentiras.
Con muerte, para aquellos que creían en la esperanza.
Por eso preferí hurgar en la basura.
Dejé que el hambre y la enfermedad consumieran mi cuerpo.
Con el tiempo, mis brazos se volvieron ramitas,
y mi cuerpo terminó por olvidar su forma original.
Al verme en el espejo, ya no podía recordarme.
Parecía un sueño que esa estación durara tanto.
Fue la peor época para migrar del norte a la capital.
Fue una estupidez.
Y como quien ya conoce su final, me adentré en el bosque del invierno,
donde solía ser una zona de caza, cerca del palacio.
Al menos si moría allí, mi cuerpo no sería profanado por ningún hombre. Caminé entre la nieve que me llegaba a las rodillas, hasta encontrar un lugar tranquilo donde dar mi último aliento.
Allí quería morir.
Allí quería ser olvidada.
Cuando encontré mi zona de descanso, me cubrí con una manta vieja y sucia.
Que sería mi ataúd.
El viento susurraba entre los árboles cubiertos de escarcha, donde
cada rama parecía un dedo tembloroso señalando el cielo.
Yo apenas podía sentir las manos.
El cuerpo dejo de dolerme.
Cerré los ojos.
No tuve miedo, solo tristeza.
Tristeza por no haberle dicho a mi madre que siempre supe la verdad.
Sentí pena por no haberle cantado yo a ella, cuando ya no podía tararear más.
Al intentar rezar, mis labios se agrietaron.
Pero en mi corazón no había fe.
Entre tanto silencio... oí un crujido.
Ligero, lejano… que se convirtió en pasos cediendo bajo la nieve.
Quise girar el rostro, pero los músculos no me respondieron.
Y entonces, una voz me alcanzó.
Como un rayo de sol entre nubes negras.
—Ven conmigo… Yo cuidaré de ti.
Esas palabras sonaban a cuento de hadas, pero al abrir los ojos reconocí que no era una alucinación. Ni un sueño.
Porque su voz tenía calor.
Y vida propia.
Esa niña era demasiado hermosa.
Rodeada por una luz tenue,
como si el invierno no pudiera tocarla.
Sus cabellos danzaban con el viento,
y su mirada no conocía el miedo.
Me arrodillé ante ella, sin saber cómo.
Pensé en no tocarla.
Pensé que, si lo hacía, se rompería.
O desaparecería.
Pero no.
Ella extendió su mano primero.
Y cuando me tocó,
fue como si el fuego de la esperanza regresara a mis venas.
No me preguntó mi nombre.
No me pidió nada.
Solo me miró.
Y me ofreció un futuro sin condiciones.
Sentí que mi madre me abrazaba a través de ella.
Que esa niña no venía a salvarme,
sino a recordarme que todavía era posible volver a empezar.
Me cubrió con su abrigo.
Y fuimos escoltadas. Dejando atrás el bosque.